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La sociedad civil y las víctimas como sujetos de derechos en el proceso de transición peruano

Sonia Paredes
Investigadora del Centro Internacional de Justicia Internacional
Sonia Paredes

Sonia Paredes

La violencia política en el Perú se desarrolló principalmente en las zonas andinas y amazónicas del país, principalmente en las comunidades, caseríos y centros poblados rurales. Durante 20 años miles de peruanos y peruanas de estas comunidades vivieron una situación de miedo y desconfianza permanente, debido a la intensidad de la violencia y a la desprotección por parte del Estado frente a masivas violaciones a sus derechos fundamentales desde dos bandos enfrentados, los grupos subversivos y los agentes estatales. Las víctimas fueron básicamente campesinos pobres, que tenían el quechua u otras lenguas nativas como idioma materno y que se encontraban en las condiciones de mayor exclusión de toda la nación.

Frente a la impavidez del Estado que luego se convertiría en ofensiva contrasubversiva vulneradora de derechos, los familiares de las víctimas fueron encontrándose y organizándose con denuncias particulares sobre casos de asesinatos y ejecuciones extrajudiciales, y demandando información sobre el paradero de sus seres queridos. De esta manera, se formaron las primeras organizaciones de familiares compuestas principalmente por mujeres que buscaban a sus esposos, hijos, padres, detenidos o desaparecidos. La más importante y antigua de todas ellas es ANFASEP (Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú).

ANFASEP, al igual que las demás organizaciones, buscó ser el canal de representación de los reclamos particulares de sus asociadas, logrando el respaldo de las organizaciones no gubernamentales (ONG) de derechos humanos, sobretodo ofreciendo apoyo legal para la búsqueda de desaparecidos. La alianza entre organizaciones de familiares y víctimas y las ONG de derechos humanos se fortalecería mucho más en los siguientes años del conflicto, sobre todo durante la represión política del régimen de Alberto Fujimori en la década de los 90.

Aunque es unánime el concepto de que las reparaciones deben ser implementadas por el Estado, por ser un derecho de las víctimas y una obligación del gobierno, las acciones de incidencia y propuestas de la sociedad civil han sido fundamentales para el logro de los avances en esta materia. Al tratarse de una medida que requiere de una gran voluntad política para su diseño y ejecución, el proceso de reparaciones siempre ha estado marcado por la activa participación de la sociedad civil, ya sean organizaciones de víctimas u ONG de derechos humanos, insistiendo, demandando, proponiendo. Los roles de ambos grupos han ido cambiando con el tiempo, pero se ha mantenido en la mayoría de casos el protagonismo de las víctimas, frente a una labor de asesoría y acompañamiento de las ONG. El rol de incidencia directa de las ONG ha estado acompañado por acciones de fortalecimiento a líderes y lideresas de dichas organizaciones, de tal manera que puedan además contar con capacidades suficientes para dirigir la incidencia y construir propuestas desde las bases.

A pesar de los esfuerzos de ambos grupos, el debilitamiento de las organizaciones de víctimas causado en la mayoría de casos por la frustración de una larga lucha, además del cambio generacional en las dirigencias de las organizaciones, fue casi inminente. Esto además se suma a que muchas de las organizaciones carecen de legitimidad en las zonas de mayor afectación, como han sido las comunidades campesinas y nativas. Muchos de los líderes y lideresas de víctimas tienen un perfil urbano, que no tiene una fuerte relación con las zonas rurales más alejadas que fueron paradójicamente las más afectadas. Por otro lado, en las comunidades campesinas y nativas afectadas por el conflicto la violencia rompió los lazos organizacionales y el capital social que las caracteriza y que determina el ritmo de su vida, lo cual ha afectado negativamente a sus organizaciones. La agenda de las comunidades está marcada por temas de producción agropecuaria, defensa de su territorialidad como grupos indígenas en algunos casos y manejo de sus recursos naturales frente a las políticas económicas extractivas. La exclusión social y política en estos casos ha generado pérdida de identidad y sentido de pertenencia al colectivo nacional. La miseria y carestía condiciona su relación con el Estado, frente al cual no se siente como ciudadano sino como beneficiario de algún programa de asistencia social.

La reconciliación no es aún un proyecto nacional, pues no logra involucrar a todos los sectores de la sociedad, en la medida en que desconocen el conflicto y tampoco tienen la intención de conocerlo. La participación de un sector de la sociedad demandando atención a las víctimas intenta construir un puente entre estos dos mundos, pero también puede ser un elemento disociador, pues llegaría a polarizar las tendencias, entre los que vivieron el conflicto y quienes no lo reconocen en su verdadera dimensión. Pero la transición no sería tal sin la reivindicación de las víctimas, y no sólo como sujeto de atención del Estado frente al daño ocasionado, sino sobre todo como sujetos de derecho y protagonistas del proceso de reconstrucción de una nueva relación con el Estado que involucre a toda la sociedad. Se trata entonces de sentar las bases de un nuevo pacto social, los escenarios son muchos y los actores están dispuestos. Ambicioso pero posible.