Colombia en el posconflicto violento

Hacia una mexicanización de la guerra

Un colega mexicano me preguntó cuál era la diferencia entre los narcotraficantes colombianos y los mexicanos. Mi respuesta, luego me dijo él, fue la misma que le dieron otros colombianos estudiosos del tema. En México los narcotraficantes nunca han tenido que afrontar la amenaza de poderosas guerrillas. Por consiguiente, nunca tuvieron que armar ejércitos irregulares para sobrevivir. Bastaba con guardaespaldas y bandidos para hacer la guerra. En contraste los narcotraficantes colombianos desde muy temprano tuvieron que aprender el arte de controlar territorios a sangre y fuego.

En pie de guerra desde sus inicios

A principios de la década de los ochenta las distintas agrupaciones guerrilleras que existían en Colombia aprovecharon la disponibilidad de nuevos recursos para expandir su presencia territorial. Estos recursos tenían su origen en actividades criminales, principalmente el secuestro y la extorsión. Las víctimas eran las empresas, los terratenientes, los comerciantes y quienquiera que tuviera algo de valor en las zonas donde llegaba la guerrilla. Muy rápido los narcotraficantes comenzaron a ser víctimas de secuestros y extorsiones. Eran muy apetecidos pues si alguien tenía dinero en estas zonas eran ellos. Lo que no presagiaron las guerrillas era que los narcotraficantes no solo tenían recursos para defenderse sino también la decisión para enfrentarlos. No demoraron en armar sus ejércitos paramilitares e incluso en cooptar los grupos paramilitares de campesinos, ganaderos y notables rurales que no tenían ni los recursos ni la disposición para irse a una guerra brutal.

La gran paradoja era que mientras en las selvas remotas del sur del país las guerrillas recibían cuantiosos pagos de los narcotraficantes por cuidar sus laboratorios de cocaína en el norte se enfrentaban a muerte con sus ejércitos paramilitares. En los noventa, cuando Colombia se convirtió en el primer productor mundial de hoja de coca, la situación fue aún más irónica. Las guerrillas protegían a los cultivadores de coca mientras que los paramilitares protegían a los narcotraficantes que compraban la base de coca a estos cultivadores para transformarla en cocaína y colocarla en los mercados internacionales. La droga se podía transar entre enemigos pero la dominación de un territorio era innegociable. Es así que la guerra de las drogas desde siempre ha sido una lucha entre enemigos a muerte que de una manera u otra están vinculados a un mismo negocio. No solo las guerrillas, los paramilitares y las mafias han protegido a los narcotraficantes, en el propio estado se han incubado extensas redes de protección ilegal. Existe suficiente documentación sobre como los narcotraficantes financiaron varias campañas presidenciales, eso sin mencionar las alianzas entre las autoridades, los grupos paramilitares y los empresarios de la droga.

La guerra siempre ha sido una lucha entre enemigos a muerte. No solo las guerrillas, los paramilitares y las mafias han protegido a los narcotraficantes, en el propio estado se han incubado extensas redes de protección ilegal

Una violencia bajo control

Mientras tanto en México la violencia de los carteles de la droga no pasaba de ser un asunto de delincuentes. No eran guerras como tal, eran vendettas. El régimen del PRI castigaba cualquier forma de disidencia. Sin importar que se tratara de una actividad ilícita los narcotraficantes debían someterse a la autoridad de la clase política y las autoridades priistas. Era el poder político formal el que asignaba el control de las plazas de drogas y si un narcotraficante no cumplía las reglas establecidas era eliminado por los aparatos de seguridad del estado. Una de estas reglas era precisamente mantener reducidos los niveles de violencia para no afectar a la población.

Cuando el régimen priista llegó a su fin con el cambio de siglo los mecanismos de control estatales sobre el narcotráfico se relajaron. El precio de la democratización de México fue el incremento de la violencia. Los nuevos políticos que llegaron al poder en los estados y municipios periféricos se encontraron con que no contaban con el respaldo de las agencias de seguridad del nivel central para evitar que los carteles impusieran su autoridad. Los canales de comunicación entre el centro y la periferia agenciados de manera expedita por un partido único de gobierno se perdieron con el fin de la hegemonía del PRI. Las policías municipales no eran competencia para los nuevos aparatos de guerra de los narcotraficantes. Además, pese a la democratización, la corrupción siguió siendo parte del paisaje político. Los alcaldes y gobernadores continuaban recibiendo sobornos de los narcotraficantes solo que ahora habían perdido su poder sobre ellos.

¿Colombianización?

Con los narcotraficantes acaparando el ejercicio del poder local, bien fuera a través de la cooptación de los mandatarios municipales o de la imposición de sus aparatos de fuerza, no tomó mucho tiempo para que la violencia de los carteles involucrara a la población bajo su control. Las vendettas se convirtieron en guerras. Los atentados contra facciones enemigas inevitablemente conllevaban víctimas civiles. Más aun, había que mediatizar la crueldad para que la base social del enemigo recibiera los mensajes del terror. Los cuerpos decapitados, los cadáveres colgando de los puentes y los videos públicos de masacres eran parte del nuevo repertorio de violencia. Desde entonces se comenzó a hablar de la colombianización de México.

Pero no obstante la comparación los carteles mexicanos nunca han escalado la guerra hasta el uso sistemático de magnicidios y de terrorismo indiscriminado como lo hizo Pablo Escobar. Mucho menos han adquirido una capacidad militar medianamente cercana a la que tuvieron en su momento los jefes paramilitares que controlaron el negocio de las drogas en Colombia después de la caída del Cartel de Cali. Nunca han necesitado tanta organización militar para el uso de la violencia porque nunca se han enfrentado a un enemigo con un propósito político tan ambicioso: la toma del poder nacional. Este propósito de las guerrillas marcaría una diferencia sustancial en la escala de la organización de la violencia dado que exigía la construcción de un ejército regular con capacidad de disputar al estado el control territorial.

Los narcotraficantes colombianos por pura reacción contra esta amenaza tuvieron que armar ejércitos equivalentes para no ser arrasados en el enfrentamiento. No solo eso, la naturaleza de la amenaza facilitó las alianzas con sectores del estado y de las élites legales. Los motivos rebasaban la pura corrupción. Lo que estaba en juego era su propia supervivencia y el mantenimiento del orden social en los espacios periféricos hacia donde la guerrilla avanzaba como parte de su estrategia de toma del poder central.

Si bien la lucha por el control territorial en México es actualmente parte del repertorio de los carteles mexicanos, su lógica operativa sigue otro tipo de acciones propia de las formas de dominación criminal. Los carteles se especializan en el control de transacciones sociales y de regiones periféricas que están por fuera del alcance e incluso del interés de las instituciones del estado. Las guerras se llevan a cabo con sicarios y guardaespaldas cuya función es vigilar y regular las regiones en disputa para garantizar la producción de rentas criminales. No existe una amenaza proveniente de grandes ejércitos que los obligue a desarrollar un verdadero despliegue militar en el territorio. Son guerras más simples. Un ataque típico consiste en incursionar en un territorio para eliminar a los ‘halcones’ (vigilantes), sicarios y operarios del cartel enemigo. De este modo no pueden proteger la plaza y la organización atacante es capaz de desplegar sus propios vigilantes y asesinos en el territorio.

La forma mexicana de hacer la guerra es lo que ya está ocurriendo en Colombia a raíz del debilitamiento de la guerrilla y del proceso de paz con las FARC

El propósito político de los carteles mexicanos es menos complejo que el de las guerrillas: dominar sociedades periféricas para extraer las rentas que allí se generan. Para los bandidos rasos en que se delega la vigilancia y la regulación de un territorio estas rentas provienen de toda una serie de actividades locales que van desde la venta al menudeo de drogas hasta la extorsión del comercio legal. Pero estas rentas son solo migajas si se comparan con el botín del cartel que organiza la toma de la plaza y luego delega su control a los bandidos rasos: la utilización del territorio para el tráfico internacional de drogas. Allí es donde están las grandes rentas de la guerra.

Más bien mexicanización

La gran paradoja es que esta forma mexicana de hacer la guerra es lo que ya está ocurriendo en Colombia a raíz del debilitamiento de la guerrilla y del proceso de paz con las FARC. Los herederos de los paramilitares son organizaciones que delegan en bandidos locales el control de las rentas menores en un territorio dado. A cambio se lucran de la franquicia territorial que otorgan a los criminales rasos. Por allí se produce, se transporta y se lava la droga que va hacia los mercados internacionales.

Es así que silenciosamente estamos asistiendo a la mexicanización de Colombia. Tal como el Chapo Guzmán y el Mayo Zambada pueden controlar la mitad del narcotráfico de México desde una de sus regiones más remotas, las montañas de Sinaloa, unos campesinos de Urabá pueden en Colombia controlar otro tanto desde las selvas del Darién. Hoy en día el control de los Urabeños a través de su delegación de poder en bandas de criminales locales abarca Buenaventura, la Guajira, lo llanos, las áreas históricas del cartel de Medellín e incluso incursionan en el territorio de los Rastrojos en el norte del Valle.

Sin la amenaza de la guerrilla una gente humilde de Urabá copió de los mexicanos una forma efectiva y rentable de controlar territorios para el narcotráfico internacional.

Fotografía : Eneas De Troya / CC BY / Desaturada.

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