La cultura del castigo: una mirada crítica

Ética del cuidado para más seguridad y justicia 

Existen pocos temas tan recurrentes en las conversaciones –tanto públicas como privadas– como la seguridad. En una sociedad cambiante, de pocas certidumbres y cada vez más diversa, el sentimiento de inseguridad y de miedo irrumpe de forma natural y constante en la ciudadanía. Es una reacción previsible hasta cierto punto en una situación de cambio permanente. Al mismo tiempo, sin embargo, los contextos de incertidumbre son propicios para la aparición y el crecimiento de nuevos riesgos.

La (in)seguridad en la era de la inmediatez y la complejidad 

La perpetuación y la amplificación de problemas que afrontamos colectivamente abren la puerta a la irrupción y el crecimiento de determinados extremismos violentos, entendidos como actores de tendencias ideológicas diversas que legitiman el uso de la violencia contra sus enemigos declarados y que fundamentan sus discursos en una visión maniquea de la realidad. Puede que el mayor riesgo en este sentido, en las sociedades europeas actuales, provenga de la extrema derecha –aunque otros extremismos violentos conocidos o por conocer seguramente también intentarán obtener rédito de la situación social descrita–.

Así, pues, la percepción de inseguridad puede perfectamente ser aprovechada y, de hecho, también promovida por cosmovisiones extremistas que apuntan a unos responsables claros de los miedos de las personas y seguidamente los declaran enemigos sobre los cuales es legítimo utilizar la violencia. Ésta es ya una situación preocupante en el presente, cuya evolución se acelerará en un contexto de miedo creciente y de necesidad de hacer justicia. 

La seguridad suele entenderse como la gestión ciudadana de la delincuencia y poco en otros ámbitos como el personal, la red emocional, la precariedad laboral, la crisis alimentaria, la enfermedad, los conflictos bélicos

El papel de las redes sociales en esta percepción de inestabilidad también es especialmente relevante, ya que difunden y amplifican versiones que contribuyen a la polarización tóxica y, a la vez, acortan la caducidad de los hechos y generan una mayor incertidumbre, con lo que se consolida la base de la era de la inmediatez. En esta nueva realidad comunicativa, los medios generalistas a menudo también entran en la espiral de la simplificación comunicativa y los análisis superficiales, factores que contribuyen a la inercia social de búsqueda de soluciones «fáciles» y rápidas para situaciones complejas y multidimensionales.

A pesar de estar ante uno de los momentos más seguros de la historia de la humanidad, crece la percepción de inseguridad. Son muchos los elementos que hoy en día nos provocan miedos, angustias e incertidumbres y, si no tenemos a nuestro alcance recursos para sostenerlos, pueden alterarnos en gran medida las percepciones cotidianas y mermar nuestro bienestar más allá de los riesgos concretos existentes. Al fin y al cabo, e independientemente de cómo se entienda, la seguridad condiciona la libertad.

El modelo público de gestión de la inseguridad 

Estamos muy preocupadas por la inseguridad relacionada con el civismo y el delito, pero realmente poco ocupadas por la seguridad en términos generales[1]. Es por ello que la seguridad –tanto en el ámbito público como en el privado– suele entenderse como la gestión ciudadana de la delincuencia y poco en otros ámbitos como el personal, la red emocional, la precariedad laboral, la crisis alimentaria, la enfermedad, los conflictos bélicos, y un largo etcétera.

Hay varias estrategias posibles para gestionar la inseguridad y para desarrollar políticas desde una óptica de seguridad integral. Desgraciadamente, la tendencia mayoritaria es responder a los miedos de la ciudadanía con grandes amenazas –que, paradójicamente, causan miedo–, al tiempo que se promueve la cultura del castigo.

El modelo punitivista de «el que la hace la paga» evidencia que las instituciones y los sistemas también se vuelven provocadores o perpetuadores de violencias, las cuales tienden a retroalimentarse

Las medidas características de este modelo son las que buscan reforzar la vía estrictamente punitivista y retributiva –«el código penal y el castigo nos salvarán de todos los males, los propios y los ajenos»–. Se trata de una estrategia política de seguridad tradicional, basada en un sistema binario de amigo-enemigo, que no humaniza, que no contempla las relaciones ni la complejidad multicausal y que, por lo tanto, supone una escenificación altamente ineficaz para mejorar la calidad de vida de las personas. Más bien al contrario, las consecuencias de la implementación de este paradigma son la acentuación de las desigualdades y la segregación, así como una polarización creciente en relación con cada vez más ejes de dominación. Construye una realidad artificial de blanco y negro, de buenos y malos, y dibuja un mundo que aparentemente es simple cuando, paralelamente, complica la vida diaria y la convivencia.

Este modelo punitivista de «el que la hace la paga» evidencia que las instituciones y los sistemas también se vuelven provocadores o perpetuadores de violencias, las cuales tienden a retroalimentarse. Implica, al mismo tiempo, una renuncia a la responsabilidad colectiva y a la posibilidad de prevenir y gestionar las violencias mediante la identificación y el abordaje de sus diversas causas –sobre todo sociales–. Se trata de un modelo que potencia el individualismo por encima de una perspectiva de cuidado y ayuda mutua; un paradigma que niega la construcción compartida y que renuncia a mirar a quien tendría que estar en el centro: las víctimas. Este conjunto de constataciones nos lleva a plantear alternativas al modelo meramente retributivo (o de venganza), a optar por modelos que incluyan como objetivo principal y real el ofrecimiento de oportunidades de socialización constructiva.

La mera aplicación de un punitivismo de castigos «ejemplares» como vía de disuasión nos destapa a gobernantes impotentes ante las situaciones descritas. Decisores incapaces de afrontar la complejidad de los fenómenos sociales de forma integral y decisores que –voluntaria o involuntariamente– terminan legitimando las percepciones de miedo e inseguridad. Desde la gestión pública, ir a remolque de las voces que piden más y mayores penas y que no soportan nivel alguno de riesgo en sus vidas supone la dimisión respecto a la responsabilidad de construcción social amplia y positiva. Provocar o hacer seguidismo de las demandas punitivas hace perder profundidad en el análisis de los problemas y acepta implícitamente cierta infantilización de la ciudadanía, promoviendo falsas creencias sobre sociedades absolutamente protegidas de todos los males. 

Diseñar la política pública desde la ansiedad y la victimización no es recomendable ni debería ser admisible: pone en jaque nuestra convivencia pacífica y la cohesión social

Esta sobreactuación de los poderes públicos es un modo de gestión que renuncia al abordaje a largo plazo y que acepta ser un actor solo reactivo, condicionado por las emociones más básicas de ciertos sectores. Diseñar la política pública desde la ansiedad y la victimización no es recomendable ni debería ser admisible. La evidencia nos señala que no aumenta la percepción de seguridad ni mejora los índices objetivos. Contrariamente, pone en jaque nuestra convivencia pacífica y la cohesión social. 

La propuesta alternativa, inclusiva y que va más allá del corto plazo requiere estrategias radicalmente diferentes. Hace falta responsabilidad y valentía, pedagogía y construcción compartida cuando las líneas de acción sean impopulares. Dejarse llevar por sentimientos, sensaciones y voluntades de venganza para afrontar los retos en seguridad y justicia conduce a alimentar modelos que contribuyen al recorte y retroceso de derechos y libertades. La sociedad diversa, cambiante y acelerada que tenemos exige aproximaciones integrales y abordajes complejos que incluyan a todos los actores sociales, no exclusivamente a los policiales. Cualquier solución mágica o simple, o bien es una equivocación o bien es una trampa. 

La necesidad de una coproducción de políticas desde la cultura de paz

Las políticas públicas deben tener como objetivo reforzar y mejorar la red de apoyo, la interrelación y el reconocimiento de la vecindad, y el trabajo para la igualdad de derechos y oportunidades. Para alcanzarlo, hay que abogar por la promoción de una política multiagencial, en la cual la acción política y la acción social vayan de la mano, y se debe apostar por la protección colectiva a partir de la cultura del cuidado, en contraposición con la cultura del castigo que alimenta la política del «control social» y del juicio moral.

Trabajar por un modelo integral y colaborativo en nuestras calles, pueblos y ciudades supone ceder un especial protagonismo a la coproducción y la coordinación en cuestiones como el diseño ambiental, los programas de ocio o la reparación del desorden físico. Es fundamental una participación ciudadana que se desarrolle de distintas formas, directas o indirectas, y que promocione herramientas válidas como las marchas exploratorias[2] y la implicación en los espacios públicos y en búsquedas cualitativas. Esto implica trabajar con las personas que se hallan en situación de más vulnerabilidad, porque continúa siendo un reto la democratización de las voces, la redefinición de las relaciones de poder y la corrección de sesgos de representatividad en la participación ciudadana, tanto en la determinación de indicadores en las encuestas como en la extensión de herramientas colaborativas reales y sistemáticas en los barrios.

La sociedad diversa, cambiante y acelerada que tenemos exige aproximaciones integrales y abordajes complejos que incluyan a todos los actores sociales, no exclusivamente a los policiales

Una mayor y más consistente cohesión social extenderá el paradigma de cooperación a partir de la diferencia y reducirá el individualismo y la competencia a la que nos someten a menudo los ritmos de diferentes actores de influencia. Las sociedades con mayor red y con una cohesión interna más sólida, por un lado, son sociedades donde los factores desencadenantes de las inseguridades están menos presentes y, por el otro, son sociedades más resilientes a la adversidad, menos propensas a las percepciones subjetivas de inseguridad. 

Para tender hacia este escenario es una gran oportunidad partir del ámbito local, ya que tiene un papel clave en la provisión de seguridad y justicia. Por ejemplo, por medio de las ordenanzas de convivencia y civismo como herramientas de transformación y no como extensiones subsidiarias del código penal, como ha sucedido durante mucho tiempo.

Asimismo, esta apuesta debe partir de una óptica feminista, mirada que desde hace décadas señala los vínculos entre lo local y lo global y entre lo personal –cotidiano– y lo político. El feminismo defiende que las cuestiones relacionadas con la intimidad «tienen una gran importancia política en la medida que su forma y su naturaleza están determinadas por relaciones de poder que se desarrollan en distintos contextos, desde el hogar hasta la economía política mundial.»[3] Del mismo modo, la teoría de política exterior feminista que se desarrolla desde las relaciones internacionales tiene mucho recorrido en seguridad interior y local, también.

En las sociedades con mayor red y cohesión interna los factores desencadenantes de las inseguridades están menos presentes: son sociedades más resilientes a la adversidad

Desde la política pública responsable, hay que trabajar con el propósito de fortalecer comunidades y redes con el fin de construir sociedades seguras, que proporcionen cuidado, con capacidades para disuadir buena parte de las inseguridades y los daños. No se trata de sobrerresponsabilizar a la ciudadanía, pero sí de apostar por la cultura del compromiso y por una sociedad que tenga recursos para transformar los conflictos en oportunidades, que promueva un auténtico arraigo y una construcción de identidades compartidas e igualitarias. Como ejemplo, las políticas de mejora de barrios que han articulado la redistribución y la acción comunitaria han mostrado un impacto positivo en los niveles de seguridad.[4] 

Sin embargo, hay que tener presente que perder de vista la ética del cuidado y la cultura de paz al tiempo que se promueve la implicación ciudadana podría incrementar el vigilantismo y los policías de balcón[5] (patrullas vecinales, somatenes[6]), dinámicas que a menudo se fundamentan en principios de discriminación y venganza o que confunden los conflictos de convivencia con los problemas de violencia y terminan convirtiéndose en herramientas para mantener órdenes morales.

Por un nuevo abordaje de la seguridad y la justicia 

Es necesario que existan políticas públicas de seguridad y justicia con mirada holística, con atención a las causas y sin limitarnos a reaccionar ante las consecuencias visibles. Sin desocuparnos del corto plazo, se necesita una mirada larga.

De igual forma, la (in)seguridad no se puede entender como aquello que pasa cuando hay una víctima. Abordar la seguridad implica gestionar cuestiones personales y sociales al mismo tiempo, a menudo de raíz sistémica e institucional. Desde esta misma lógica, una buena parte de la seguridad y de su percepción subjetiva tiene que ver con qué hacemos como sociedad con las personas que han cometido delitos, cómo prevenimos la reincidencia y cómo promovemos la resocialización, más allá de las penas privativas de libertad. Es decir, buena parte de la percepción de seguridad recae en qué hacemos en el ámbito de la justicia con quienes han incumplido el código penal.

Perder de vista la ética del cuidado y la cultura de paz al tiempo que se promueve la implicación ciudadana podría incrementar el vigilantismo y los policías de balcón

Como se ha comentado, tenemos un escenario eminentemente retributivo que se mantiene incluso sabiendo que la mayor amenaza de pena no garantiza una menor comisión de delitos y, al mismo tiempo, sabiendo que la reinserción en la sociedad desde una privación de libertad con exclusiva orientación al castigo es enormemente difícil. La urgencia por gestionar episodios violentos no puede apaciguar la mirada larga que requiere hacer política. Asimismo, hay que tener presente que la vocación única para una neutralización temporal de los posibles peligros (preso en prisión durante un tiempo limitado) acaba delimitando una vocación de reparación real de la víctima y de reinserción también real y progresiva del victimario en la sociedad.

Por todo ello, hay que repensar el actual paradigma mayoritario de seguridad y de justicia, y hacer una transición de la política del odio a la política del amor, tanto en las dimensiones públicas como en las privadas:

En primer lugar, hay que extender como signo identitario la cultura de la paz, una cultura que facilite la gestión alternativa de conflictos y que apueste por una justicia restaurativa. No existe ningún estudio empírico, ni ninguna experiencia, que demuestre que el mundo será más seguro exclusivamente con más punitivismo, más retribución, más mano dura y más prisiones. Es del todo indispensable transitar desde este modelo a uno de restaurativo, para avanzar hacia una sociedad más cohesionada, humanista y donde los valores del cuidado lo impregnen todo: desde la prevención hasta la gestión y la intervención.

La urgencia por gestionar episodios violentos no puede apaciguar la mirada larga que requiere hacer política. Hay que fortalecer otros actores institucionales y comunitarios que trabajan día tras día con las personas más afectadas por las violencias

En segundo lugar, la seguridad en nuestra sociedad no debería ser una competencia atribuida a la policía, o no solo de la policía. La seguridad en toda su amplitud es corresponsabilidad de todas las disciplinas que afectan a las personas, con especial énfasis en la actividad preventiva que garantice situaciones de desarrollo personal sanas e identificadas con la sociedad a la que pertenecen. En este sentido, hay que invertir en política social y fortalecer otros actores institucionales y comunitarios que trabajan día tras día con las personas más afectadas por las violencias.

En tercer lugar, las víctimas tienen que estar en el centro del sistema y esto significa que hay que identificar cuáles son las vías más efectivas para escucharlas y repararlas por los daños sufridos. ¿El castigo del victimario tiene un efecto reparador en las víctimas? La evidencia también nos dice que no. Cuando hay una actividad delictiva, la prioridad de acción tiene que pasar por una justicia restaurativa en la que la víctima tome el protagonismo y se traspase el peso de la acción a la reparación, por delante de la retribución. Este marco de acción se enfoca en las necesidades personales y, a la vez, promueve y ofrece oportunidades en el plano de un desarrollo empático que aumenta la probabilidad de reinserción en lo que respecta a las personas autoras de delitos. Procesos de mediación, facilitación y acción comunitaria son necesarios para una implementación generalizada de este enfoque.

Desde el punto de partida que supone la aceptación de estos tres pilares de la seguridad individual y colectiva, hay que enfocarse hacia la prevención de la inseguridad y la «provención»[7] de los conflictos, sobre las causas de estos y desde los derechos humanos y la justicia global. Es un enfoque de fundamento ético, pero también necesario por criterios de responsabilidad hacia todos los ciudadanos y ciudadanas por la obligada búsqueda de eficacia en el reto de construir sociedades colectivamente más seguras y justas.


[1] Encuesta ICIP 2022 “Convivència i cohesió a Catalunya”, publicada en marzo de 2023.

[2] Las marchas exploratorias son una metodología feminista participativa y dinámica. El objetivo es detectar aspectos urbanos que afectan a la percepción de seguridad o de inseguridad y otros parámetros para analizar la calidad urbana de forma más general, así como de qué forma el diseño y la gestión del espacio público pueden mejorar nuestra vida diaria. El concepto de marchas exploratorias fue desarrollado en Canadá, en 1989, por el Comité de Acción de la región metropolitana de Toronto en respuesta a la violencia ejercida contra las mujeres y la infancia(METRAC). Ver la página web https://equalsaree.org/

[3] Conway, M. “Laseguridad nacional y los cuidados: dos caras de la misma moneda”, en el monográfico Reorientando la seguridad desde el feminismo, revista Por la Paz, número 39, enero de 2021.

[4] Harada, M., & Smith, D. M. Política distributiva i delinqüència. Disponible en SSRN 3392733, 2021.

[5] Cuando un ciudadano se erige en autoridad para juzgar o determinar si una conducta es adecuada o no, y actúa en consecuencia, en lugar de avisar a los cuerpos de seguridad.

[6] Los somatenes son campesinos que se autoorganizaban para vigilar y evitar los robos en sus campos. El origen del nombre son los antiguos somatenes, organización paramilitar de autoprotección civil que defendía la tierra en tiempos de conflicto bélico.

[7] «Provenir» significa proveer a las personas y a los grupos de las aptitudes necesarias para afrontar un conflicto. La provención se diferencia de la prevención de conflictos en que su objetivo no es evitar el conflicto, sino aprender cómo afrontarlo.

Este artículo ha sido traducido del original, en catalán.

Fotografía

Multitud irreconocible en la calle. Autoría: Aleksandr Ozerov (Shutterstock).