México: trazando oportunidades por la paz

¿Justicia transicional en México?

A partir de la elección como presidente de Andrés Manuel López Obrador en julio de 2018 ha habido un sinnúmero de discusiones y propuestas sobre implementar justicia transicional en México. Los anuncios iniciales de pacificación, haciendo referencias a amnistías y a comisiones de la verdad, y un enfoque social a la lucha contra la delincuencia que aborde sus causas socioeconómicas en reemplazo de las estrategias represivas, generaron confusión. También generaron hasta rechazo entre algunas víctimas y participantes en foros organizados apresuradamente. Organismos de la sociedad civil de larga trayectoria en la defensa de los derechos humanos y círculos académicos se unieron a la discusión, intentando formular propuestas. Sin embargo, tal y como se pudo ver en los últimos meses de 2018, este diálogo tuvo unos resultados muy limitados dada la falta de claridad de lo anunciado por el entonces presidente electo.

La imprecisión de los anuncios, la particular naturaleza de la violencia que afecta a México, y una historia de desconfianza entre el Estado y la sociedad civil han hecho difícil definir una política coherente que responda a las necesidades de seguridad y de justicia. Parte de esta confusión ha sido dada por el uso del concepto de justicia transicional, una noción que admite variadas interpretaciones y que es presa fácil de la manipulación.

Contexto y legado violento en México

El grado e intensidad de la violencia en México rebasa cualquier expectativa para una sociedad que supuestamente no experimenta un conflicto armado interno, cuenta con instituciones democráticas y tiene una larga tradición republicana. Las causas de esta violencia varían en cada estado, pero obedecen a una combinación entre el crimen organizado y acciones de agentes del Estado ya sea a nivel municipal, estatal o federal. Las líneas de separación entre ellas son difusas, al desconocerse exactamente las redes de corrupción del crimen organizado y agentes del Estado, y ante la falta de investigaciones judiciales adecuadas. En efecto, los niveles de impunidad ponen en cuestión la existencia del Estado de derecho en muchas partes del país, donde la credibilidad de fiscalías y policías es bajísima.

Sin embargo, esta situación no es del todo nueva. Los números de homicidios y trata de personas han experimentado, sin duda, un alza extraordinaria en los últimos diez años, pero también eran elevados en la década de 1990. A ello se suma una historia de represión estatal, masacres y desapariciones forzadas, como la masacre de estudiantes en Tlatelolco en 1968, la llamada guerra sucia, y desapariciones practicadas en la década de 1970. Los niveles de esclarecimiento y justicia en estos casos han sido prácticamente nulos, a pesar de la creación en 2002 de una Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado.

Un reclamo frecuente entre víctimas y sociedad civil se centra en la incapacidad de las fiscalías, a nivel estatal y federal, de investigar estos crímenes, lo que se suma a su falta de autonomía. Algunas acusan a estas instituciones de tener culturas de displicencia y dejación, particularmente en relación a víctimas en situación de pobreza. La evidencia de impunidad pareciera apoyar esos juicios críticos. Esto contrasta con normativas garantistas, particularmente con el marco constitucional, celebrado como uno de los más avanzados en el reconocimiento de los derechos de las víctimas. El abismo entre norma declarada y efectividad resulta desconcertante y afecta seriamente la credibilidad del sistema democrático.

La presión de movimientos de víctimas y de la sociedad civil por cambios sustanciales ante las altas tasas de homicidios, impunidad y desapariciones ha dado lugar a varias reformas

En los últimos años diferentes movimientos de víctimas y de sociedad civil han presionado por cambios más sustanciales, primero en respuesta a la masiva práctica de secuestros y extorsiones; luego en reacción a las altas tasas de homicidio e impunidad y, más tarde, al elevado número de desapariciones. Estos movimientos han dado lugar a varias reformas, algunas de ellas que involucran activamente a sociedad civil y a organizaciones de víctimas, como la Ley General de Víctimas, la Ley General para Prevenir, Investigar y Sancionar la Tortura, la Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas, y el reemplazo de la Procuraduría General de la República por una Fiscalía General de la República. Estos procesos precedieron la campaña del presidente López. Las normas e instituciones creadas ofrecen oportunidades importantes. Sin embargo, la oportunidad mayor descansa en la experiencia acumulada de organización, activismo y capacidad de influir reflejada en estas reformas, y que es necesaria para seguir avanzando.

Un caso emblemático que ha contribuido a este proceso es la fuerte reacción que generó la desaparición forzada de 43 estudiantes en Ayotzinapa en 2014, seguida por el clamor masivo y la presión internacional ante la ausencia de investigaciones efectivas. Sin embargo, la visibilidad de este caso no debe eclipsar el proceso más amplio descrito. El caso sin duda ha ayudado a dar fuerza a un movimiento que reclama verdad y justicia, pero que ‘debe abarcar a los 40.000 desaparecidos, y no solo a los 43’, como diferentes organizaciones demandaron durante la visita de la Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU en abril 2019.

Ante esta situación, la postura del presidente López Obrador ha sido ambivalente. La promesa de campaña sobre devolver a los militares a sus cuarteles y profesionalizar la policía fue abandonada días antes de asumir la presidencia, ante la constatación sobre la frágil situación de seguridad y la necesidad de contar con el apoyo de las fuerzas armadas. El compromiso se tradujo en la creación de una Guardia Nacional, controlada por un mando civil, pero en cuya cabeza se designó a un general de Ejército en retiro.

Relevancia de experiencias de justicia transicional

¿Es de utilidad la justicia transicional en este contexto? Uno de los primeros debates surgidos entre la sociedad civil fue sobre cuál era la transición si la elección de un presidente que rompía el bipartidismo entre PRI y PAN podía calificarse ya como tal, o si se trataba de la continuación de la transición inconclusa luego de 71 años de dominio del PRI iniciada por el presidente Fox en 2000. A esa confusión se agregaba el uso de un lenguaje de reconciliación y amnistía que a muchas víctimas les parecía un nuevo nombre para la impunidad histórica. El uso de referencias a Colombia, donde los acuerdos de paz contienen provisiones de amnistía, reducción significativa de penas y cumplimiento alternativo de condenas, tampoco se justificaban donde el crimen organizado carece de motivación política e incentivos para su desmovilización. Estas consideraciones hacen altamente recomendable no utilizar un lenguaje de justicia transicional que genere ese tipo de confusiones. Ello no obsta a considerar diferentes experiencias de justicia transicional en la medida que ofrezcan lecciones útiles, particularmente por su capacidad de responder a crímenes masivos o de sistema, en contextos de fragilidad institucional.

¿Cómo responder a la necesidad de justicia en un contexto de violaciones masivas, con un poder insuficiente o restringido, capacidad y recursos limitados, e instituciones comprometidas con la impunidad?

La primera consideración es recordar que la justicia transicional no es una disciplina en sí, que contenga un marco rígido, sino que surge de experiencias muy concretas. Primero de transiciones bastante definidas entre dictaduras y democracias en contextos como Argentina, Chile, Europa Oriental y Sudáfrica, y luego en contextos de postconflicto, como Guatemala, El Salvador, Timor Oriental, Perú, Sierra Leona y Colombia1. Se trata de experiencias diversas, que obedecen a contextos y condiciones de poder, recursos, organización social y capacidad institucional diferentes2.

Es importante detenerse en las primeras experiencias, implementadas antes de que estas nociones se transformaran en algo dogmático, pues en ellas es claro que lo que se intentaba no era aplicar un ‘modelo’, sino resolver de alguna forma los dilemas entre la demanda por justicia y la capacidad política e institucional para resolverla. Esto implica formularse preguntas análogas a las formuladas en estos países: ¿cómo responder a la necesidad de justicia –entendida en una concepción amplia, no limitada pero que incorpora la justicia penal– en un contexto de violaciones masivas? ¿Cómo hacerlo cuando se cuenta con un poder insuficiente o restringido, una capacidad y recursos limitados, e instituciones comprometidas con la impunidad? La complementariedad de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición surgen después. Ellas ayudan a examinar diferentes aspectos, pero no pueden ser consideradas una camisa de fuerza o procesos que necesariamente deben ser implementados al unísono. Precisamente en estos países las experiencias exitosas son las que consideran el equilibrio entre lo que se demanda y lo que se puede garantizar.

La contribución de la justicia transicional en México no debe ser necesariamente identificar cuál es la transición, ni definir el periodo que debe cubrir una comisión de verdad. Tampoco puede descansar exclusivamente en la creación de instituciones, en un país con historia de instituciones de gran tamaño, replicadas en cada Estado y de poca efectividad, o en dictar nuevas normas legales con elevados estándares, pero de baja aplicación o accesibilidad para las víctimas. Dicha contribución debe comenzar por preguntarse cuál es la verdad que México necesita esclarecer y reconocer. El país y sus instituciones democráticas deben preguntarse cuáles son las lecciones que deben aprender de tanta violencia e indolencia. Es necesario también definir cuál es la forma de justicia que puede garantizar la no repetición y fortalecer el Estado de derecho, cuando las instituciones existentes han fallado sistemáticamente en ofrecer justicia. En materia de reparación, las autoridades deben preguntarse cuáles son las consecuencias de las violaciones más graves cometidas y cómo responder a ellas para garantizar que todas las víctimas de aquellas violaciones accedan a formas suficientes pero posibles de reparación. Finalmente, el país y sus autoridades no deben simplemente establecer nuevas instituciones o aprobar nuevas leyes, sino responder a la pregunta sobre qué mecanismos se deben establecer para asegurar que estos niveles de violencia y complicidad no continúen. Estas preguntas deben ser formuladas reconociendo la historia de persistencia de la violencia e impunidad, los recursos limitados, y las demás prioridades del país, entre las que se encuentra la superación de la pobreza y la marginalidad extendida. La contribución de las experiencias de justicia transicional no debe ser para replicar las instituciones que esas experiencias han creado en otros contextos, sino para formularse estas preguntas con suficiente dosis de realismo.

Estrategias para avanzar el proceso

La necesidad de realismo no implica dejar de ser ambiciosos. Exige aprovechar oportunidades y priorizar aquellas que pueden producir avances en el corto tiempo. Dichos avances pueden ayudar a generar confianza y apoyo entre las víctimas y entre la población general de que es posible ir derribando el edificio de impunidad, pero sin pretender que se lo puede echar debajo de un golpe. El examen de oportunidades y cuáles de ellas pueden abrir nuevas posibilidades es crucial. Algunas han sido ya identificadas por organismos de la sociedad civil, los que sin duda pueden ser socios claves del Gobierno, en la medida que ambas partes tengan la voluntad de escucharse y colaborar.

Una de las oportunidades es el respaldo político que existe a la estrategia de búsqueda de desaparecidos, incrementada luego de la visita de la Alta Comisionada de Derechos Humanos. La Comisión Nacional de Búsqueda cuenta ahora con un liderazgo y un apoyo político y de recursos como nunca antes había tenido, y tiene el apoyo de una comunidad de víctimas fuertemente organizada. La tarea es inmensa y de una complejidad abismal. Sin embargo, está en condiciones de ofrecer algunos resultados concretos con ciertos procesos de identificación que sean menos complejos, a la vez de comenzar un plan de identificación más vasto. Esos resultados específicos y la existencia de un plan pueden incrementar la presión por hacer justicia en estos casos. La determinación de patrones de desaparición que permitan identificar instituciones, organizaciones criminales y autoridades posiblemente comprometidas pueden ayudar a generar el nivel de hastío y hasta ira pública que se requiere en sociedades para avanzar en cambios más profundos, particularmente en materia de justicia.

Una segunda oportunidad es la decepción generalizada de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV) y el desprestigio de una política de reparaciones diseñada sin una clara conciencia de los límites de capacidad y recursos. Paradójicamente, esta situación puede ser aprovechada para explorar un sistema diferente de reparación, que se limite a las violaciones más graves y sin distinción de fuero, jurisdicción o ubicación geográfica, pero sin afectar derechos adquiridos o expectativas de reparación generados por la Ley General de Víctimas. Ello implicaría crear un programa paralelo, implementado a través de un equipo separado dentro de CEAV, que registre en forma simplificada y para solo efectos de este programa emergente a las víctimas directas de violaciones tales como muerte, desaparición, violencia sexual grave, tortura, trata de personas y lesiones graves discapacitantes, y sus familiares más directos. Dicho programa podría consistir en una serie de medidas estandarizadas comunes a cada categoría, como ha propuesto la coalición de organizaciones de sociedad civil que ha trabajado sobre esta materia. Ello permitiría que en un plazo de dos años un grupo significativo de víctimas comience a recibir formas concretas de reparación, a la vez de restaurar el prestigio de CEAV y del Estado.

En México el desafío es cómo los mecanismos contra la impunidad pueden ir generando una transición, dando respuesta a los derechos y demandas de las víctimas; fortaleciendo la capacidad de respuesta del Estado y la sociedad civil, y generando mayor respaldo de la población

Otras oportunidades requieren mayor exploración, como la formación de un equipo que analice los archivos del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN) como fuente de información para el proceso de búsqueda, las investigaciones judiciales y un proceso gradual de esclarecimiento de patrones de violaciones y de verdad. Eventualmente, el proceso de acreditación al que debe someterse el personal de la Guardia Nacional podría ser objeto de una revisión de antecedentes sobre reclamos o posible participación en violaciones de derechos humanos o abusos de poder de sus postulantes que comprometieran su idoneidad. Para este fin los archivos de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y la información que manejan organizaciones de sociedad civil podrían ser útiles. Los estándares para ello no requerirían ser los mismos que para investigaciones penales, siendo su única consecuencia su imposibilidad de formar parte de dicho cuerpo. Finalmente, la transformación de la Procuraduría General de la República por una Fiscalía General de la República podría ser ocasión para establecer un equipo especializado que utilizara métodos de investigación por patrones y que se enfoque no en el esclarecimiento de un sinnúmero de crímenes sino en la identificación de planes de macrocriminalidad y redes criminales. Ello podría permitir identificar responsables en las redes ilícitas que comprendan a los cabecillas, pero también a los operadores financieros y políticos que son parte de ellas. El desmantelamiento de algunas de estas redes podría dar confianza en la población y promover aprendizajes que mejoren la capacidad de investigar y de aprovechar recursos investigativos. Estas investigaciones podrían hacer sentir a las víctimas que la respuesta a sus derechos no se limita a la búsqueda de sus familiares o a una reparación modesta, sino que también se trata de una justicia efectiva, y que el desmantelamiento de tales organizaciones disminuirá las posibilidades que tales violaciones continúen.

Estas posibles estrategias pueden llevar a unas expectativas excesivas. Debe advertirse que ello no será fácil. Una de las lecciones en los procesos de justicia transicional es la tendencia de los sistemas de impunidad de adaptarse, resistir cambios, y provocar retrocesos. Quizás no haya condiciones para hacer todo aquello que se necesita hacer, por lo que debe comenzarse por políticas que no solo generen avances tangibles, sino que también produzcan resultados que permitan ir avanzando en nuevos procesos de verdad, justicia y reparación. En un caso como México, en el que no hay transición, el desafío es cómo los mecanismos contra la impunidad pueden ir generando, precisamente, una transición. Los avances deben centrarse en obtener resultados que respondan a los derechos y demandas de un número significativo de víctimas; en fortalecer también la capacidad de respuesta del Estado y la sociedad civil, y en generar mayor respaldo de la población. Ello exige a las instituciones estatales no solo eficacia, sino mantener además un diálogo franco constante con las diversas organizaciones de víctimas y las puertas abiertas a sugerencias y al monitoreo de la sociedad civil. Las organizaciones de víctimas y de defensa de los derechos humanos deberían arriesgarse a involucrarse en soluciones quizás menos perfectas, pero posibles y capaces de generar condiciones para futuros avances. Exige, sin embargo, la mayor dosis de responsabilidad al Gobierno, el que, a su vez, debe tomar la iniciativa y liderar un proceso basado en la consulta, en la escucha a víctimas y a sociedad civil, y en tomar sus derechos en serio.

SOBRE EL AUTOR
Cristián Correa es abogado con experiencia en la definición e implementación de la justicia transicional y de políticas de reparación para violaciones masivas de los derechos humanos del Centro Internacional de Justicia Transicional (ICTJ), donde es asociado senior. Desde el ICTJ ha prestado asesoría en diferentes países, como Perú, Costa de Marfil, Sierra Leona, Kenia, Colombia, Nepal y Timor Oriental. Previamente fue secretario jurídico de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura de Chile, y ha trabajado en el Ministerio del Interior y en la Presidencia de la República coordinando la implementación de las medidas de reparación.

1. Otras experiencias posteriores de post dictadura se refieren a Marruecos, Brasil y Túnez, y Kenia constituye un caso particular que combina autoritarismo con violencia política.

2. Ver Roger Duthie and Paul Seils (eds.), Justice Mosaics: How Context Shapes Transitional Justice in Fractured Societies (International Center for Transitional Justice, New York, 2017), y especialmente Roger Duthie, Introduction, 8-39.

Fotografía Manifiesto por la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos en Ayotzinapa (México)

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