Nos hemos acostumbrado a despertarnos cada día pendientes de los últimos ataques entre Rusia y Ucrania, del número de palestinos asesinados en Gaza y del intercambio de misiles entre Israel e Irán. Y también de la última ocurrencia de Trump, avivando todos los conflictos en nombre de la paz, y ahora también lanzando bombas sobre quienes no se someten a su voluntad. A fuerza de repetición, lo que hasta hace poco era impensable se vuelve normal. Perdemos la capacidad de sorpresa y, con ella, la fuerza para cuestionar de forma contundente lo inaceptable.
La normalización de la guerra nos hace perder la brújula moral. Acabamos banalizando la muerte violenta. Ya no importa si se violan los derechos humanos o el derecho internacional. Se minimizan o se justifican las atrocidades de los aliados y solo se denuncian las que comete el adversario. Es la máxima expresión de la polarización tóxica, la que deshumaniza hasta justificar el asesinato de civiles: judíos, palestinos, cristianos, rusos, ucranianos, chiíes, suníes.
No somos suficientemente conscientes de que la guerra está prohibida. La Carta de las Naciones Unidas —lo más parecido que tenemos a una constitución global— establece que “los miembros de la Organización se abstendrán en sus relaciones internacionales de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado”. Las únicas excepciones (siempre rodeadas de polémica) son la legítima defensa y un mandato explícito del Consejo de Seguridad para intervenir.
El problema con las normas internacionales es que no hay manera de hacerlas cumplir cuando un actor poderoso las infringe. Europa y Estados Unidos alzaron la voz —con razón— cuando Rusia invadió Ucrania (primero en 2014 y de nuevo en 2022). Pero su silencio o complicidad directa ante la política de anexión y limpieza étnica de Israel sobre Palestina ha puesto de manifiesto una doble moral que ha erosionado la credibilidad occidental. El drama actual es que los garantes más poderosos del derecho internacional —China, Rusia y Estados Unidos— son los primeros en violarlo. Sus actos quedan impunes y se convierten en referentes para otros autócratas: Arabia Saudita, Etiopía, Venezuela, Filipinas, Azerbaiyán, Ruanda, Nicaragua, Bielorrusia, Egipto, Marruecos, El Salvador y un largo etcétera reprimen a su ciudadanía o amenazan a países vecinos con creciente impunidad.
Europa ha quedado arrinconada en el debate geopolítico global. Sobre todo por parte de Estados Unidos, su aliado histórico. Las pocas iniciativas diplomáticas recientes de distensión que ha impulsado la Unión Europea o algunos de sus Estados miembros han sido menospreciadas o directamente boicoteadas por Trump, como la conferencia sobre la solución de los dos Estados (Israel y Palestina) que debía celebrarse esta semana en Nueva York. El mismo gobierno que pretende levantar su tutela militar sobre nosotros, por un lado nos dicta los términos de esta emancipación (aumentar el gasto militar al 5%) mientras que por otro nos declara una guerra arancelaria y amenaza con ocupar Groenlandia.
La mayoría de edad de la Unión Europea también conlleva la necesidad de tomar decisiones autónomas, libres de coacciones externas. Ciertamente, es imprescindible que Europa desarrolle su propia política de defensa militar. Pero no debe hacerlo a costa de su cohesión social interna, de su inversión en paz o de debilitar aún más las organizaciones multilaterales. La Unión Europea se creó para prevenir nuevos conflictos armados, sin la amenaza de las armas. Si no se mantiene fiel al propósito de la paz, la UE pierde su razón de ser.