Hace apenas unos días, el 31 de julio, la Unión de Comités de Trabajo Agrícola de Palestina (UAWC) denunció que las fuerzas de ocupación de Israel atacaron y destruyeron el banco de semillas de Hebrón, en Cisjordania, así como los almacenes donde se preservaba toda la diversidad agrícola. Un ataque que los campesinos de los comités consideran dirigido directamente contra la identidad palestina y que afecta a su supervivencia porque “sin semillas no hay cosechas”.
A orillas del mar, Gaza –desde hace años una inmensa prisión al aire libre– se está convirtiendo en un campo de exterminio intolerable para la Humanidad, pero tolerado por una comunidad internacional que asiste atónita a la ruptura de todas las leyes humanitarias. Una comunidad internacional impotente frente a los intereses cruzados de las potencias occidentales con Israel, y ante una ciudadanía israelí atrapada en el espejismo de la violencia y en el engaño de que su país está amenazado en este mismo momento, que se defiende legítimamente y que, por ello, puede dejar de mirar lo que para el mundo entero es una realidad incontestable: un genocidio en marcha.
Estas atrocidades se suman al incremento de la violencia de los colonos israelíes, que ocupan cada vez más tierras y poblados de Cisjordania, destruyendo olivos, casas de familias palestinas y campos de cultivo, con la connivencia necesaria del ejército israelí.
El drama palestino, sin embargo, no es de ahora, y confirma aquel viejo dicho de “quien siembra vientos, recoge tempestades”. Los vencedores de la Segunda Guerra Mundial –en un mundo todavía colonial– se sintieron en deuda con el pueblo judío, que había sufrido un genocidio execrable de proporciones gigantescas, y facilitaron la creación de un Estado que debía convivir con los habitantes que ya vivían en Palestina. Pero no fue así: la creación de un Estado sionista y judío (no laico) nació con sangre. Costó la vida de más de 15.000 palestinos, el desplazamiento y exilio de 800.000 personas y el despoblamiento de 600 aldeas, en lo que se conoce como la Nakba (la catástrofe). Desde entonces, el Estado de Israel ha vivido siempre con miedo, amenazado y con episodios continuos de violencia, porque la violencia engendra más violencia, como los pacifistas de todos los tiempos hemos venido repitiendo, y como dicta el sentido común.
Por otro lado, el no reconocimiento del Estado de Israel por parte de muchos países vecinos ha echado más leña al fuego de un conflicto que muchos analistas consideran el foco de inestabilidad geopolítica mundial más importante. Irán, convertido en la mayor potencia del islam chií, también impide cualquier solución futura al no reconocer el derecho de Israel a existir y reclamar un giro histórico imposible. Otros países, al observar la desobediencia reiterada de Israel a las resoluciones de Naciones Unidas –que durante décadas han buscado el cumplimiento de la legalidad internacional–, se han mostrado beligerantes apoyando la causa palestina por la vía de alimentar la violencia, creando una espiral muy difícil de detener.
Ante el callejón sin salida de la situación actual, se impone la creación de un nuevo orden de cosas que tenga en cuenta algunos principios, que pueden parecer utópicos en una primera lectura, pero que se fundamentan en el diálogo entre enemigos como herramienta indispensable para resolver las crisis más persistentes.
En primer lugar, el reconocimiento de los pueblos israelíes y palestinos de tener su propio Estado. Ahora mismo, la ocupación de más y más territorios por parte de Israel hace inviable un Estado palestino, y por eso será necesario un esfuerzo diplomático gigantesco para sentar a las partes y analizar los mapas de 1948 y 1967, invocar una mediación legitimada por todos… que quizás dé como resultado la imposición de un único Estado laico y moderno, ni sionista ni islamista. Una solución muy difícil de aceptar ahora mismo. Por eso es importante que la comunidad internacional reconozca como primer paso un Estado palestino, que dé legitimidad a cualquier diálogo posterior, en igualdad de condiciones entre las partes.
Esto supone, en segundo lugar, la aceptación del fin de la violencia por parte de todos. Un alto el fuego que comprometa a Israel, Hamás y también a las distintas facciones armadas de la zona, así como la declaración explícita por parte de los países de Oriente Medio del derecho de ambos pueblos a tener un Estado.
Si se quiere construir una solución duradera, en tercer lugar, Israel debe comprometerse a cumplir la legalidad internacional y las resoluciones de las Naciones Unidas. Difícil, porque el drama actual tiene mucho que ver con el descrédito –alimentado entre otros por el lobby sionista de Estados Unidos– de las organizaciones multilaterales y especialmente de Naciones Unidas. Pero es imprescindible para construir paz desde una legitimidad que incluya a todos los países del mundo. Esto supondrá un trastorno para la sociedad israelí, pero la diáspora judía no sionista puede ejercer presión y ayudar a vencer resistencias, para no verse arrastrada a ser identificada con la mala imagen que ahora mismo tiene el sionismo en todo el mundo.
Y, finalmente, reforzar el papel de Naciones Unidas con una reforma que hoy parece imposible, pero por la que hay que trabajar desde ahora para hacerla posible en unos años. Que ningún Estado pueda ser juez y parte en un litigio internacional, que ningún Estado pueda torpedear un acuerdo mayoritario, que todos tengan voz y voto y que el Consejo de Seguridad tenga una representatividad que lo haga imprescindible para fomentar el diálogo y la negociación desde el respeto y la empatía.
Hoy todo ello parece una quimera, pero una buena parte de la opinión pública informada sabe que este –o uno parecido– es el único camino que conduce hacia la paz verdadera.