¿Dónde están las personas desaparecidas? Verdad y justicia, un requisito para la paz

No olvides mi nombre. Desaparecer en la frontera

“Sé que está vivo, me lo dice mi corazón”, repetía Fátima caminando hacia la casa de otra madre cuyo hijo había desaparecido rumbo a Lampedusa. En 2017, cuando hicimos las primeras entrevistas, el hijo de Fátima, Ramzi Walhezi, seguía sin dar señales de vida desde hacía cinco años. Había partido con otros jóvenes del mismo barrio de la capital tunecina hacia Europa. Hoy día, Fátima sigue esperando su llamada. Su ausencia está presente en su casa. Las paredes tienen la cara de su hijo, sus fotos la acompañan las 24 horas. El hijo mayor se fue anteriormente a Alemania, pero en 2017 seguía sin tener el permiso de residencia.

Cada foto en las casas de las madres pide ser escuchada, pide su derecho a la palabra. Son fotos que ponen nombre y cara a Europa. Nuestro presente se llama Ramzi Walhezi, Amine, Zied, Aymen. Jóvenes que partieron de Kabaria, Hlel, Ennour, barrios tunecinos donde se traza una geografía de la “desaparición forzada” (Emilio Distretti, 20201) provocada por las fronteras europeas.

Miles de personas han fallecido en el Mediterráneo en los últimos veinte años como consecuencia de las políticas mortíferas practicadas en la frontera Sur de Europa

Nosotros en España cada día nos despertamos con la noticia de un barco que se encuentra en peligro de naufragar o que ha desaparecido en el Mediterráneo. Convivimos con esta imagen a diario, la historia del “barco de la muerte” como lo llama un activista tunecino, forma parte de nuestra historia presente, no podemos decir que no lo sabemos. Miles de personas han fallecido en el Mediterráneo en los últimos veinte años como consecuencia de las políticas mortíferas practicadas en la frontera Sur de Europa.

El hijo desaparecido de Fátima es un joven harraga, palabra que literalmente significa “el que quema la ruta”, la frontera. Se refiere al acto de cruzar las fronteras, transgredirlas cuando el movimiento está prohibido.

A través del sistema de fronteras, el movimiento de las personas ha sido excepcionalizado y cosificado. Mientras miles de personas se ven forzadas a desplazarse por la violencia en sus diferentes formas: guerras, crisis económicas o las consecuencias del cambio climático, se ha establecido una restricción al movimiento de aquellas procedentes del Sur. Es el resultado de un régimen global de fronteras que dibuja e instala un mapa jerárquico del mundo basado en interdicciones, donde el derecho a la movilidad se otorga o se deniega en función del valor o del poder del pasaporte. Al mismo tiempo, un acto tan común desde un punto de vista histórico como moverse está sometido a leyes y regulaciones, es permitido o negado en función de la pertenencia, la adscripción a un lugar, determinando que las personas queden asimiladas a un espacio, todo ello en una época de globalización y, en teoría, libre circulación.

La frontera es una práctica que encierra a los jóvenes ‘harraga’ en Túnez y que tiene como consecuencia las muertes y las desapariciones en el Mediterráneo

Ante esta política de fronteras, de securitización de los territorios y prohibición de la movilidad de las personas del Sur global promovida y gestionada por la Unión Europea, el filósofo Achille Mbembe2; defiende “el derecho a la hospitalidad” y un sistema de fronteras abiertas entre los países de África. Una respuesta a la dinámica de la inmovilidad forzada que se extiende entre varios países del Magreb como consecuencia de la política de externalización de las fronteras de los países europeos. Marruecos, Túnez y Libia, mediante acuerdos con la Unión Europea y en colaboración con los países europeos, llevan a cabo la represión de las personas que proceden de otros países de África y que reclaman su derecho a desplazarse. La inmovilidad, las geografías del encierro, desde la denegación de los permisos para viajar a los sistemas tecnológicos de persecución en las fronteras y la privación de libertad en los centros de detención para inmigrantes, se han vuelto vías violentas para gobernar poblaciones, reforzando una jerarquía racial y económica con raíces en el pasado europeo colonial. Se instalan unas “prácticas de zonificación” –de lo que se desprende una complicidad inédita entre lo económico y lo biológico”3–, que imponen un régimen de seguridad, división y la creación de espacios sin derechos como las fronteras o las prácticas de la frontera.

La frontera no es una línea en un mapa que consolide a nivel social fantasías colectivas que remiten al Estado-nación, sino que se ha transformado en un instrumento de gobernanza dentro del mundo globalizado. No es ya un espacio, sino una práctica que encierra a los jóvenes harraga en Túnez y que tiene como consecuencia las muertes y las desapariciones en el Mediterráneo.

El cierre de las fronteras y la denegación de visados hacia Europa han arrojado a los jóvenes tunecinos hacia la única vía que quedaba abierta, el mar, a pesar de los peligros que comporta

En 2011, la primavera árabe produjo cambios políticos y sociales en la sociedad tunecina e intensificó la demanda de los jóvenes de tener derecho a desplazarse. Fue entonces cuando miles de personas, los harragas, se dirigieron hacia Europa enfrentando los regímenes europeos de frontera. Según datos del Fórum Tunecino de los Derechos Económicos y Sociales, más de mil personas fallecieron o desaparecieron en el mar en el mismo 2011-2012 como consecuencia de las fronteras europeas4. El cierre de las fronteras terrestres y la denegación de los visados hacia Europa han arrojado a los jóvenes tunecinos hacia la única vía que quedaba abierta, el mar, a pesar de los peligros que comporta. Sin la apertura de una vía segura para viajar, resulta contradictorio apuntar a la existencia de redes de traficantes, dado que son las mismas políticas europeas las que los empuja hacia ellos. Para muchos de los jóvenes se trataba solo de pasantes, los que los guiaban en el viaje hacia Italia. Desde los puertos de Sfax y Kerkenah salen pequeñas embarcaciones con menos de diez personas que se dirigen hacia Europa. Ellos mismos reúnen el dinero para comprar la embarcación, un barco de pesca que será manejado por alguno de los jóvenes o por un pasante.

En 2012 se estableció una comisión conjunta entre las autoridades de Túnez y de Italia para encontrar a las personas desaparecidas, cooperación que cesó en enero del 2016. Desde la asociación Terre pour tous afirman que cada año desaparecen jóvenes rumbo a Europa. No obstante, en los últimos años, ante la falta de apoyo, muchas familias han dejado de declarar la desaparición de sus hijos.

En los últimos años, ante la falta de apoyo, muchas familias han dejado de declarar la desaparición de sus hijos

Desde Túnez, las fronteras no se ven de la misma forma como desde dentro de Europa porque “las fronteras no separan solo dos Estados-nación, sino diferentes maneras de experimentar el mundo”5. Las fronteras no tienen las mismas consecuencias sobre el imaginario social, no imponen las mismas relaciones sociales en Túnez que en Europa. El actual fetichismo de las fronteras construye relaciones en las sociedades europeas basadas en la separación nacional-extranjero. Desde el otro lado, la frontera está relacionada más bien a un lugar que a una práctica social y es quebrantable, por eso los jóvenes que las “queman”, las transgreden, reclaman su derecho de ser parte del mismo mundo que tiene derecho a la movilidad. Ante un sistema basado en la seguridad y la jerarquía racial y económica, los transgresores de fronteras reclaman ser reconocidos como iguales.

Una de las madres entrevistadas relata que su hijo se ha ido a “quemar” la ruta del mar y ella lo ha apoyado en su decisión: “Me dijo que necesitaba 1.000 dinares, le he dado más dinero, Dios lo ha ayudado, yo lo he ayudado, se ha ido”6. Son las madres las que apoyan a sus hijos en su camino para “quemar” los regímenes de las fronteras.

La frontera se ha vuelto un lugar donde se ejerce el poder del Estado para decidir sobre la vida humana

“Hacer desaparecer” es consecuencia de la existencia de la frontera. Dentro de Europa, la ilegalización de las personas mediante leyes específicas solo para los extranjeros –como la ley de extranjería en España–, los centros de internamiento para los extranjeros y las redadas con perfil racial en las calles de nuestras ciudades forman parte de un sistema de control y represión que instala dentro de Europa un régimen de departheid7, personas sin “el derecho a tener derechos” (H. Arendt) y que viven con la permanente amenaza de la deportación. En Europa, la práctica de la frontera impone la desaparición social mediante los procesos de ilegalización. Los jóvenes harragas, al transgredir las fronteras, transgreden este sistema de restricciones y jerarquías espaciales y raciales. La palabra harraga ha ampliado su campo e incluye “quemar” otras fronteras simbólicas, los pasaportes, los documentos que encierran a una persona y reducen su humanidad a un papel, prácticas que sufren cuando ellos llegan a Europa.

Las madres y su batalla contra la indiferencia

A fecha de hoy, Fátima no solo debe cruzar muros burocráticos locales en su batalla para saber dónde está su hijo desaparecido y quiénes son los responsables de su desaparición. También tiene que afrontar entramados burocráticos europeos y, sobre todo, la indiferencia social europea ante una política de fronteras que tiene como consecuencia la muerte de personas.

Reducir la vida de una persona a la intervención humanitaria es la manifestación de una política en la que la vida del otro no tiene el mismo valor que la propia

Desde hace años, las madres de los harragasse reúnen en los barrios, en asociaciones como Terre pour tous para reclamar justicia para sus hijos desaparecidos. Han ocupado espacios simbólicos para los tunecinos como la calle Habib-Bourguiba, protagonista de protestas en 2011, para imponer la búsqueda de sus hijos y la realidad de la desaparición en las agendas políticas tunecinas y europeas. Buscan la verdad y responsabilidades por la desaparición de sus hijos. “Si han fallecido, queremos sus cuerpos” dicen las madres. La desaparición se vuelve mucho más dolorosa que la muerte, un duelo que nunca se cierra8. Las desapariciones han instaurado un duelo continuo para las familias que no tienen el cuerpo de sus hijos, para los padres de los que en Túnez conforman “una generación perdida”. Las madres demandan tanto al Gobierno tunecino como al italiano una respuesta: ¿dónde está mi hijo? Una de las madres entrevistadas se refiere al camino que emprendió su hijo como un viaje en el que “ha quemado (la frontera), pero no ha llegado”. Es la espera angustiante de las madres de los jóvenes desaparecidos, sin recuperar el cuerpo; sus hijos han quedado en ninguna parte, tras ellas haberlos despedido. Sus vidas de antes han desaparecido y se limitan ahora solo a la búsqueda del hijo. No es únicamente que toda la familia se encuentre sumergida en el trauma de la desaparición en la frontera, sino que el trauma se vuelve colectivo. Las madres no pueden recuperar los cuerpos de sus hijos, incluso cuando se recuperan sus restos en el mar, porque no pueden viajar a Italia para reconocerlos. Las mismas fronteras les impiden desplazarse para despedirse de sus hijos. Otras familias reciben información sobre pertenencias de sus hijos que han sido encontradas en el mar. Tampoco pueden recuperarlas por igual motivo, la denegación del visado, y ni siquiera se las envían.

La frontera se ha vuelto un lugar de la práctica necropolítica, una gobernanza a través de la muerte, un “hacer vivir o dejar morir” (Achille Mbembe, 20119, un lugar donde se ejerce el poder del Estado para decidir sobre la vida humana. Al mismo tiempo, en nuestras noticias diarias, la frontera ha impuesto una narrativa sobre ella misma que oculta responsabilidades: el rescate humanitario. Se niega mediante una política de fronteras el derecho a la vida de estas personas, empujadas a cruzar el mar debido al cierre de cualquier otra opción de movimiento (interdicciones de coger un vuelo, interdicción del visado, interdicción de entrada por vía terrestre) y se les abandona al azar del rescate o de la intervención humanitaria.

La persona que consigue entrar en Europa transgrediendo el sistema de fronteras está presente como cuerpo racializado. No tiene nombre, pasado, no se ve, ni se escucha

Reducir la vida de una persona a la intervención humanitaria se convierte en la manifestación de una política en la que la vida del otro deja de tener el mismo valor que la propia. Y mediante un permanente “estado de excepción” (Giorgio Agamben) en las fronteras se decide quién tiene derecho a la vida.

Al mismo tiempo, en nuestros medios de comunicación, la persona que consigue entrar en Europa transgrediendo este sistema de fronteras está presente como cuerpo, el cuerpo racializado. No tiene nombre, pasado, no se ve, ni se escuchan sus palabras, sino que se presenta como superviviente, persona confinada a la merced de la intervención humanitaria. En el sistema de fronteras hay “una relación entre lo político y la muerte”10, entre el cuerpo racializado y los derechos. No obstante, las muertes de las personas en el mar son parte de la historia europea actual. Resulta contradictorio pensar en la convivencia diaria de nociones como derechos humanos o libertad de movimiento con las noticias sobre las personas que fallecen en el Mediterráneo, sin que estas políticas hayan cambiado y sin que exista una protesta masiva de los mismos ciudadanos europeos contra ello. La indiferencia social no es un fenómeno nuevo y la indiferencia dirigida hacia determinadas personas puede convivir con sociedades que pretenden mantener ideales democráticos (Michael Herzfeld, 199311), y es la expresión de un “rechazo a una humanidad común”12. Es precisamente esta indiferencia contra la que batalla Fátima, una indiferencia social cuya genealogía incluye la confianza y falta de cuestionamiento de las propias instituciones y políticas de los Estados europeos por parte de su ciudadanía. Y es precisamente el Estado quien, mediante las políticas de frontera, lleva a cabo, justifica y “civiliza las formas de asesinar”13.

Mientras escribíamos este texto, seguíamos recibiendo mensajes de algunas de las 800 personas de Túnez que llevan más de seis meses de espera encerradas en Melilla, sin saber qué será de ellas. Han llegado por tierra, no han querido coger “el barco de la muerte”. Ahora esperan la respuesta de las autoridades españolas: dejarlas seguir su camino por la península o deportarlas a Túnez.

1. En Paolo Cuttitta y Tamara Last, Border Deaths Causes, Dynamics and Consequences of Migration-related Mortality, Amsterdam University Press, 2020, Amsterdam.

2. Achille Mbembe. “Achille Mbembe: peut-on être étranger chez soi?” en Libération. Francia, 13 de noviembre de 2019.

3. Achille Mbembe, Crítica de la razón negra. Ensayo sobre el racismo contemporáneo, NED ediciones, 2016, Barcelona, pág. 27.

4. Wael Garnaoui. “«Mère ne vois-tu pas que je brûle?» Esquisse d’une compréhension de la dynamique familiale des migrants clandestins disparus” en Filigrane Écoutes Psychanalytiques. Identités–Qui suis-je? Deuxième partie. Volumen 28, número 2, 2020.

5. Shahram Khosravi, “What do we see if we look at the border from the other side?”,Social Anthropology/Anthropologie Sociale(2019) 27, 3 409–424.

6. Idem, Wael Garnaoui.

7. Barak Kalir, “Departheid, The Draconian Governance of Illegalized Migrants in Western States”en Conflict and Society: Advances in Research 5 (2019): 19–40.

8. Idem, Wael Garnaoui.

9. Achille Mbembe, Necropolítica, Ed. Melusina, Madrid, 2011.

10. Idem, Achille Mbembe, pág. 21.

11. Michael Herzfeld, The Social Production of Indifference, University Press Chicago, 1993, pág. 5.

12. Idem, Michael Herzfeld.

13. Achille Mbembe, op.cit., pág. 38.

SOBRE LOS AUTORES
Corina Tulbure es periodista freelance en Barcelona. Ha escrito sobre desplazamientos y migraciones en España y otros países (Turquía, Bulgaria, Rumanía, Hungría, Túnez, Alemania) y sobre conflictos enquistados (Nagorno-Karabaj, Abjasia, Transnistria y Kosovo). Tiene un doctorado en la Universidad de Barcelona en el campo de Análisis del Discurso. Es miembro del OACU (Observatorio de Antropología del Conflicto Urbano) en la Universidad de Barcelona y coautora de El último europeo (Oveja roja, 2014).

Wael Garnaoui es doctorando en la Universidad París VII y ha realizado una tesis en psicoanálisis y psicopatología. Tiene un máster en Psicología Clínica por la Universidad de Túnez, máster en Psicoanálisis y Medicina Científica por la Universidad París VII y máster en Ciencias Políticas por la Universidad Paris Dauphine. Es doctorando asociado en el Centro de Estudios y de Investigaciones Internacionales de la Universidad de Montreal (CÉRIUM) y ha trabajado como psicólogo con personas refugiadas y familias de migrantes en la asociación Psychologues Solidaires. También ha impartido Psicología en la Universidad de Sousse (Túnez).

Fotografía En el fondo. Jon Roman.

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