Lo ocurrido en Afganistán es extraordinario. Es muy raro que un movimiento insurgente, una guerrilla, gane una guerra. Más aún cuando las fuerzas gubernamentales han recibido una cantidad de armamento y un nivel de entrenamiento sin precedentes. Toda esta inversión se ha derrumbado en pocos días, y este derrumbe agrava el drama de todas las vidas humanas que han sido sacrificadas en una guerra de 20 años (40, si contamos la ocupación soviética), que ahora parece volver al punto de partida.

La caída de Kabul en manos de los talibanes marcará un cambio de época. Es el último episodio de una serie de fracasos de la política (o del discurso) de promover la democracia con la guerra. Esperamos que también sea el último caso de la efímera ilusión de acabar con las autocracias eliminando (asesinando) a los líderes visibles. Saddam Hussein, Muamar Gadafi y Osama Bin Laden están todos muertos. Pero su muerte no ha llevado a la paz sino al caos, reavivando nuevos ciclos de violencia.

Los EEUU, la OTAN y sus países miembros tendrán que pasar un tiempo en el rincón de pensar para digerir su fracaso. Aparte de la dificultad de justificar el derroche de recursos públicos en una guerra inútil, se deberá explicar a familiares y a la opinión pública las razones del sacrificio de soldados muertos y el drama de miles de ex combatientes afectados por el trauma de la guerra. Y habrá que asumir las consecuencias en el terreno propio: en EEUU, hoy, el principal riesgo de seguridad interna son los grupos de extrema derecha, que encuentran en los veteranos de guerra una preciosa cantera de reclutas.

En Europa esperamos que ayude a repensar la política de seguridad externa. Afganistán evidencia perfectamente el riesgo de la proliferación de armamento, y la facilidad con las que las armas cambias de manos. Con el eufemismo de una European Peace Facility, la Unión Europea está preparando la transferencia de armas a los países de la región del Sahel para que hagan frente con sus soldados a las múltiples facciones armadas que recorren la región. De nuevo, un intento de acabar con la violencia con más violencia.

El panorama global es siniestro. A pesar de que la primera década después de la guerra fría trajo unos aires de esperanza, con la reducción a la mitad del número de conflictos armados, esta tendencia se ha invertido y las dinámicas de violencia no sólo se han reanudado, sino que se han hecho más complejas: vuelve la geopolítica y sus juegos de guerra (Siria, Yemen, Ucrania); aparecen nuevos actores extremadamente violentos (hoy muere más gente en México que en Afganistán); y se vislumbran las tensiones políticas como consecuencia del cambio climático. El mundo no había tenido tanta población huyendo de la violencia y la desesperación desde la Segunda Guerra Mundial.

Volviendo a Afganistán, ahora proliferarán mensajes de todo tipo: alertas sobre la yihad internacional; especulaciones sobre cambios geopolíticos; alarma ante la violencia contra mujeres, niños y minorías étnicas y sexuales; y llamadas a incrementar la ayuda humanitaria. Todo muy relevante. Al igual que hace 20 años. Afganistán es el símbolo más reciente de una política internacional que se debe repensar de arriba a abajo.

Todo ello nos apela también a los que trabajamos por un mundo sin guerras, porque los problemas complejos no entienden de fórmulas sencillas. No basta con decir no a la guerra. Cuando estalla la guerra ya llegamos tarde y en situaciones extremas (Bosnia, Ruanda, Siria) a veces es necesario el uso de la fuerza para detener males mayores. Tampoco nos podemos limitar a denunciar violaciones de derechos humanos: es una tarea imprescindible, pero insuficiente. Necesitamos más creatividad, más ambición y más fuerza. Necesitamos innovar en el análisis, en el discurso y en las alianzas. Y combinar las necesarias aspiraciones utópicas con la humildad de los límites de nuestro conocimiento.

Kristian Herbolzheimer, director del ICIP

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