En la presentación de las jornadas «Seguridad feminista contra el belicismo hegemónico«, organizadas por el Centro Delàs el pasado 25 de octubre, nos preguntábamos si la paz y la esperanza están en desuso, tanto en la práctica discursiva como vivencial. En medio del trasiego y preocupación por el bombardeo en Gaza, por los más de treinta conflictos armados reconocidos y activos en todo el mundo, y de las violencias sistémicas en regiones como América Latina, hay poco margen para encontrar aliento fuera de la política del malestar, en un mundo visto y vivido como campo de batalla.

La seguridad que impera es insegura, porque está sobrealimentada por una industria armamentista que la expolia de cualquier centralidad humanista. Esta (in)seguridad de suma-cero, paradójicamente, no tiene ganadores. En contraposición a estas tendencias belicistas, hay que encontrar otras formas de entender y superar los callejones sin salida que nos están condenando a repetir los errores y los fracasos del pasado.

El feminismo acumula mucho conocimiento en cuanto a la transformación de las realidades, porque históricamente ha señalado los desequilibrios de poder mientras era calificado y menospreciado como utópico, al igual que el pacifismo. Sus denuncias y propuestas se han reducido siempre al absurdo por parte de aquellas personas y acciones que no han querido ir más allá del pensamiento categórico y de la identidad maniquea; pero la perseverancia en la defensa de la vida y dignidad de todos es la única aliada en medio de la desidia que despierta la sobreexposición a la violencia, y del abismo frustrante que se abre en el activismo cuando se dibujan, una vez además, nuevas atrocidades. Este bagaje debe ponerse en valor y, también, se debe poner en el centro de los análisis. Una óptica feminista puede enseñarnos las sombras en medio de la guerra, y mostrar las luces que deben hacernos de faro.

Laura Sjoberg, experta en género y seguridad y profesora de Política y Relaciones Internacionales, es una de las teóricas feministas que busca sacudir los fundamentos clásicos en los que se asientan las relaciones internacionales. Sin el ánimo de caer en generalismos o reduccionismos, su ponencia en las jornadas giró en torno a cinco decisiones feministas que considera que deberían tomarse para lograr una seguridad verdadera:

– Incluir los valores que tradicionalmente se han asociado a la feminidad. Si bien Sjoberg reconoce que el género es una construcción social y, como tal, debe ser problematizado, defiende que la política feminista no debe velar tan sólo por la inclusión de más mujeres. Los ambientes son en su mayoría masculinizados, independientemente del sexo de los participantes; es decir, poco tienen que ver con elementos como la escucha, la cooperación, el acompañamiento y el cuidado. Defiende el cuestionamiento de valores que están en la base de toda actuación, como son la competitividad, la dureza y el dominio, e incluir en los procesos a las personas que viven las conflictividades día tras día. Se requiere un cambio integral sobre los valores que se asocian a la paz y la seguridad, y cambiarlos no sólo depende de las mujeres.

– Ampliar la concepción de lo que es violencia. La existencia y ausencia de violencia no son una dicotomía, porque la violencia es un continuum. La violencia siempre es “aquí” y no “allí” y, por tanto, nos involucra a todos. De igual modo, todas las violencias están interconectadas, y no todas son visibles. El hambre y la falta de acceso a agua y electricidad son también violencia. Hay que diluir la separación entre aquello «micro» y aquello «macro», porque la violencia está en cada decisión, y en cada discurso, y tiene consecuencias más o menos perceptibles en la cotidianidad de todas las personas y comunidades. La (in)seguridad de uno mismo, depende de la (in)seguridad del otro. Ampliar la concepción de lo que es violencia.

– Aplicar una óptica de empatía. A menudo es más transformador entender que convencer. Prestar atención y cuidado generalizado es una apuesta política profunda, un síntoma básico de humanidad que se pierde en contextos de violencia cegadora. Hacer de la empatía la principal mirada implica cambiar radicalmente las narrativas y las relaciones en una esfera pública pero también interpersonal.

– Señalar y prestar atención a los impactos más que a las intenciones. En un conflicto siempre deben asumirse responsabilidades, tanto a nivel personal como a nivel político. En un plan de emocionalidad, es importante tener en cuenta la voluntad, pero es necesario visibilizar y responsabilizarse sobre las consecuencias para no menospreciarlas. Sin este reconocimiento, toda acción resultará injusta y se correrá el riesgo de perpetuación o escalamiento del conflicto.

– Aceptar una inevitable complejidad en toda decisión política. Las actuaciones parciales o cortoterministas a menudo agravan el conflicto. Las políticas integrales son más lentas y más difíciles, pero son las únicas que aseguran unos resultados enmarcados en la promoción y garantía de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario.

Estas breves recetas requieren un desarrollo, adaptación y concreción para cada proceso de paz. Durante el debate entre el público, se cuestionaba sobre si son elementos propios del campo de la seguridad, o sobre si son o no feministas, pero quizás lo más destacable es que son reflexiones que sirven como chispa para replantear las bases del sistema y desacomplejado complejo armamentístico y para desnudar la política económica de la guerra, que siempre resulta racista y clasista. Ante todo, estos principios nos sirven para creer en una paz más tangible, accesible y alcanzable.

Como expuso la compañera Nora Miralles, la inseguridad es un régimen de gobierno, donde la ruptura de vínculos es una garantía de supervivencia del Estado y de la opresión. La desconfianza y el miedo también se alistan en las guerras, y todas somos reclusas. Si bien la inseguridad es inherente a la condición humana, debemos ser conscientes de que hay una inducida y que, por tanto, hay que reclamar con firmeza otra seguridad: la de todos.

Sandra Martínez Domingo, área «Alternativas de seguridad» del ICIP

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