Leo en los periódicos, esta misma semana, dos noticias inquietantes de la región del mundo con más asesinatos, América Latina. Una región con un tercio de las víctimas de violencia de todo tipo, en una espiral de acción-reacción que involucra al narcotráfico, el crimen organizado, grupos armados, policías, ejércitos, bandas juveniles y un largo etcétera.

La primera noticia corresponde a las declaraciones del presidente conservador del Ecuador, Guillermo Lasso –recientemente descubierto por los papeles de Pandora como propietario de empresas en paraísos fiscales–, arengando las fuerzas armadas del país para ayudar a la policía a frenar la oleada de violencia en las ciudades: “Actuad con la valentía que os caracteriza porque este gobierno indultará todos aquellos que sean condenados injustamente por haber hecho su trabajo”. De paso, cargó contra los jueces que “tendrían que garantizar la paz y la orden, no la impunidad y el delito”.

La segunda es del también conservador presidente de Chile, Sebastián Piñera –también salpicado por los papeles de Pandora, o casualidad o bien causalidad–, que dos años después del estallido social contra su gobierno (heredero de la dictadura) ha iniciado una ofensiva contra el pueblo indígena mapuche, decretando el estado de excepción en el sur del país a raíz del incremento de violencia, enviando a 900 militares en funciones de policía y declarando: «Es necesario que el Estado haga uso de todos los medios para proteger la población, preservar el orden público y garantizar los derechos constitucionales”.

¿Dónde radica mi inquietud por las dos noticias? No tanto por la respuesta habitual de los estados ante la violencia de cualquier tipo, haciendo uso del monopolio de la violencia que le otorgan las leyes. Eso lo sé, aunque no lo comparto. Tampoco porque sabemos que este monopolio se utiliza muchas veces para reprimir la disensión política o el descontento social. Eso también lo sé y lo desapruebo firmemente.

Son las razones de Estado que esgrimen los mandatarios lo que me preocupa extraordinariamente. ¿En el primer caso, conculcando incluso la división de poderes que consagra la democracia liberal, el presidente ecuatoriano da carta blanca a los militares para que se enfrenten a cualquier tipo de violencia (y a la queja social, también?) con la seguridad de que los excesos serán indultados. Riñe, además, el estamento judicial por si acaso se les ocurre condenar a algún militar. Es la seguridad que protege el statu quo sin reservas, aunque sea laminando derechos y libertades. Lisa y llanamente y sin ambages, quiere decir al ejército y las fuerzas de seguridad como garantes de la continuidad del sistema político y económico que –no lo olvidemos— está provocando unos índices de desigualdad nunca vistos, especialmente… ¡en América Latina!

Y en el segundo caso el presidente de Chile da un paso más, proclamando que las razones por las cuales hace uso de la violencia son “proteger la población, preservar el orden público y garantizar los derechos constitucionales”. Es precisamente este argumentario el que me inquieta y me preocupa de verdad: ¿Está seguro que el uso de la violencia protege la población o garantiza los derechos constitucionales? ¿Qué significa exactamente garantizar el orden público en un contexto de pobreza creciente, de agravios históricos de los pueblos originarios o de malestar social permanente? ¿La respuesta está en el ejército, o en el reforzamiento de medidas policiales, realmente? ¿No deben estar atendiendo sólo los síntomas de un malestar, más que las causas reales que lo provocan?

En el modelo de seguridad imperante, en qué el sujeto a proteger es el Estado, sus instituciones y la unidad de la patria, toda la lógica y el discurso lleva a proteger a las élites, a mantener las estructuras de poder establecidas y a considerar incluso, a veces, a los ciudadanos como súbditos.

Si pensamos en otro paradigma, el de la seguridad humana que propuso el PNUD a finales del siglo XX, los sujetos a proteger son las personas, los ciudadanos y ciudadanas, y sus estados tienen que ser los garantes de esta protección, con normas democráticas y garantías de participación política y social. Desde este punto de vista surgen muchos más interrogantes ante las actuaciones de muchos gobiernos, no sólo de América Latina, para construir sociedades más cohesionadas y más justas, que finalmente resulta la herramienta más potente para que sean también sociedades más seguras.

Xavier Masllorens, presidente del ICIP

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