Las marchas ciudadanas, los homicidios y desapariciones, y la tensión política ponen de manifiesto la nueva dimensión del conflicto en Colombia: un conflicto en torno al cambio, donde confluyen demandas y expectativas diversas que chocan con el poder que se resiste al cambio.

El Acuerdo de Paz de 2016 entre el gobierno y la guerrilla de las FARC es un referente clave de esta disputa. A diferencia de acuerdos en otros lugares del mundo, en la Habana no se negociaron concesiones significativas para la guerrilla, sino las condiciones para emprender reformas estructurales largamente postergadas en el país, en gran medida con la excusa de la guerra. De hecho, una vez las FARC entregaron las armas y se insertaron en la vida política, el peso de la antigua guerrilla es marginal. Se derrumbaron, así, los mitos sobre la amenaza del castro-chavismo y de las FARC como un caballo de Troya que llevaría el país a un régimen autoritario de izquierdas.

El conflicto actual se puede analizar también desde una perspectiva global, donde las crisis de salud, económica y ecológica tensionan las capacidades institucionales para ofrecer respuestas que beneficien al conjunto de la población. Una población que ha perdido la esperanza en el progreso de la sociedad y que sufre y se desespera por la brecha creciente entre minorías privilegiadas y mayorías excluidas.

Unos sectores propugnan transformaciones profundas en nuestra forma de entender el mundo y el papel que jugamos los seres humanos en el mismo y, por lo mismo, empujan por nuevos modelos económicos, sociales y también culturales. Y otros sectores, reacios al cambio, se aferran a la idea de un pasado de orden frente a lo que perciben como un futuro de caos.

Este conflicto transciende, en cierta manera, los debates históricos entre derecha e izquierda, porque hay sectores progresistas y conservadores en ambos grupos. Y porque, frente a la incertidumbre del futuro y la falta de referentes económicos y políticos, los dogmas políticos pierden fuerza por la rigidez en su análisis.

En esta encrucijada global hay dos temas fundamentales: la calidad de la democracia y las políticas públicas de seguridad.

La cultura y las instituciones democráticas son fundamentales para encauzar los conflictos sociales y políticos inherentes a la condición humana. Pero solo pueden ejercer esta función si la ciudadanía confía en ellas. Esta confianza está mermada en muchos países porque las instituciones no logran responder a las necesidades de las mayorías y son percibidas como instrumentos para consolidar los privilegios de unas minorías. En algunos países hay dudas de si el Estado se ha convertido, incluso, en un instrumento del crimen organizado.

En este contexto el concepto de seguridad toma especial relevancia: ¿qué entendemos por seguridad? ¿Seguridad de quién y frente a qué? Si el Estado no permite dirimir las diferentes propuestas políticas por cauces democráticos, las fuerzas de seguridad se convierten en un brazo protector del statu quo, ya sea en Venezuela, Hong Kong, Estados Unidos o Colombia.

Lo que sucede en Colombia estos días, entonces, es la expresión local de un fenómeno más amplio. Un estallido de hartazgo por quienes temen un futuro más negro o que ya no tienen nada que perder. También es un nuevo caso de las batallas digitales por el relato, donde cada quien esgrime un video para reforzar su posición y deslegitimar la del otro, sin tomar en consideración la visión del conjunto.

Cinco décadas de conflicto armado pesan mucho. Una cultura política colombiana muy marcada por la violencia tiene poca tolerancia y poca experiencia para lidiar con la discrepancia y posibilitar alternancias de poder. Una vez terminada la guerra con las FARC, no hay razones por las cuales el país no pueda encarar un futuro con esperanza y propiciar una mejora en las condiciones de vida para el conjunto de la sociedad.

El país necesita un nuevo marco de paz. El acuerdo del 2016 es un punto de partida que convoca a nuevas deliberaciones, a todos los niveles, para identificar y consensuar la ruta hacia un futuro mejor. Donde la paz no germine en surcos de dolores –como sugiere el himno nacional- sino como resultado de mingas de esfuerzo y compromiso colectivo e incluyente.

Kristian Herbolzheimer, director del ICIP

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