El presidente ruso, Vladimir Putin, ha iniciado una guerra que, además de las consecuencias humanitarias, económicas, políticas y ambientales, tendrá un impacto nefasto sobre los esfuerzos de construcción de paz, no sólo en Ucrania, sino en Europa y a nivel mundial.

Las noticias de los últimos meses se han centrado en los despliegues de fuerzas, las maniobras militares y las transferencias de armas a la zona. Pero estas informaciones no nos han ayudado a entender los referentes históricos de entendimiento entre ambas partes, ni las iniciativas diplomáticas y sociales de diálogo que se han desplegado desde hace años para evitar la situación actual.

Marco local

Los antecedentes inmediatos de la actual invasión rusa ocurrieron en 2014, cuando las dos regiones más orientales de Ucrania, Donetsk y Lugansk, declararon su independencia. En pocos meses, la confrontación entre milicias independentistas con el apoyo de Rusia y las fuerzas ucranianas causó 14.000 muertes. Los esfuerzos diplomáticos por poner fin a la confrontación fueron liderados por el Cuarteto de Normandía, integrado por Francia, Alemania, Rusia y Ucrania. En septiembre consiguieron que Ucrania, Rusia y los líderes de las dos repúblicas rebeldes firmaran los Acuerdos de Minsk, que establecían un alto el fuego y una hoja de ruta para resolver el conflicto que establecía, entre otras medidas, la autonomía de Lugansk y de Donetsk. Ambos bandos han violado múltiples veces el alto el fuego, tal y como ha documentado la misión de observación de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE). Ambas partes también han tenido reticencias por motivos opuestos para implementar las reformas previstas en los acuerdos.

En paralelo a la labor diplomática, también han proliferado iniciativas de la sociedad civil para promover el diálogo entre personas que viven en las regiones secesionistas y el resto de Ucrania. Como bien sabemos en Cataluña, la polarización propia de cualquier conflicto político proyecta imágenes estereotipadas y marcos mentales de “nosotros” y “ellos”. También se han promovido espacios de análisis conjunto entre personas rusas y ucranianas para aportar propuestas a la agenda política. Y ha habido esfuerzos por reforzar la capacidad de monitorización de la OSCE.

Marco europeo

La tensión entre Occidente y Rusia tuvo su máxima expresión durante la Guerra Fría. Pocos años después de terminada la Segunda Guerra Mundial se crean las alianzas militares del Pacto de Varsovia y de la OTAN, y comenzó una escalada armamentista especialmente alarmante por la proliferación de misiles nucleares a ambos lados. Esta absurda dinámica impulsó el movimiento pacifista en Europa y se consiguió frenar, finalmente, a partir de diversas iniciativas que destacamos a continuación:

En 1975, después de dos años de negociaciones, 35 estados (incluyendo Estados Unidos, Canadá y todos los europeos excepto Albania y Andorra) firmaron la Declaración de Helsinki en un intento de mejorar las relaciones entre el bloque comunista y Occidente. Entre los acuerdos destacan el punto de no recurrir a la amenaza o uso de la fuerza, la inviolabilidad de las fronteras y la solución pacífica de controversias.

En 1982, una Comisión Independiente sobre Desarme y Seguridad, con personas de los dos bloques enfrentados bajo el liderazgo del primer ministro de Suecia Olof Palme, presentó un informe bajo el nuevo concepto de “seguridad común”. La idea básica de este concepto es que ningún país puede obtener seguridad tomando decisiones unilaterales sobre su despliegue militar, porque la seguridad depende también de las acciones y reacciones de los adversarios potenciales. Por tanto, la seguridad sólo se puede encontrar a través del diálogo y de la cooperación con estos adversarios.

Poco antes de implosionar la Unión Soviética, y partiendo de la Declaración de Helsinki, una cumbre internacional produjo la Carta de París por una nueva Europa. El objetivo era invitar a los países del antiguo bloque oriental al marco político e ideológico de Occidente. La Carta de París puso las bases para impulsar, en 1994, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, que agrupa a 57 estados miembros con el fin de garantizar la paz, la democracia y la estabilidad. La OSCE aborda el tema de la seguridad de forma integral desde los ejes político-militar, económico, medioambiental y humano. Las declaraciones de Estambul (1999) y de Astaná (2010) reafirman que «la seguridad de cada Estado participante está inseparablemente ligada a la de todos los demás». La OSCE trabaja, entre otros temas, el control de armamentos, los derechos humanos, la democratización, las estrategias policiales, el antiterrorismo, la buena gobernanza, la seguridad energética, la libertad de los medios informativos y los derechos de las minorías.

Finalmente, en 1997 la OTAN y Rusia firman el Acta fundacional de relaciones, cooperación y seguridad. Ambas partes afirmaban que no se veían como adversarios y se comprometían a construir una paz estable y duradera en el ámbito euroatlántico basada en los principios de la democracia y de la seguridad cooperativa.

El futuro de la paz y de la seguridad en Europa

A pesar de las declaraciones y compromisos, las relaciones de Occidente con Rusia se han ido deteriorando a lo largo de las últimas décadas. La OTAN se amplió, en 1999 primero y en 2004 después, con 10 nuevos miembros de la antigua órbita soviética. Y en 2008, el entonces secretario general de la OTAN, Jaap de Hoop Scheffer, hizo la oferta desafortunada para la futura incorporación de Ucrania y de Georgia, uno de los gestos que ahora han servido en Putin de excusa para invadir Ucrania.

Si Putin no hubiera atacado a Ucrania, la crisis con Rusia habría sido una buena razón para una revisión crítica del papel de la OTAN y de la arquitectura de seguridad de Europa. A pesar de los acuerdos internacionales, en los últimos años se ha producido una escalada en el gasto militar, y la Unión Europea está adoptando un lenguaje y unas medidas que le alejan de su compromiso con la primacía de los valores democráticos y de los derechos humanos.

Ahora, sin embargo, la guerra de Ucrania hace inviable, al menos en el corto plazo, volver a poner sobre la mesa las propuestas de desarme y de desmilitarización; al contrario: el presidente ruso conseguirá reforzar la OTAN, y la opinión pública europea se preguntará por qué no hacer frente a Putin con el poder de las armas.

El futuro inmediato es imprevisible. Lo que está claro es que la palabra de Putin no tiene ninguna credibilidad y quizás habrá que esperar su defenestración política hasta que se pueda reanudar la vía del diálogo y de la cooperación, aprendiendo de los errores del pasado y construyendo una nueva arquitectura de paz y de seguridad lo suficientemente sólida para evitar la desestabilización que pueden provocar líderes desbocados.

Artículo publicado originalmente en catalán en Crític el 25 de febrero de 2022.

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