Hacer desaparecer forzosamente a una persona es sin duda una de las prácticas más crueles que existen. Tipificada por el derecho internacional como una grave violación de los derechos humanos, cuando se practica de forma sistemática y generalizada, llega incluso a constituir un crimen contra la humanidad. Detrás de cada desaparición forzada se esconden todo tipo de violencias contra la persona desaparecida, pero también contra su entorno más cercano, especialmente su familia.

No saber dónde se encuentra la persona amada, si tiene frío o tiene hambre, si está pasando miedo, si ha caído en manos de traficantes, si ha sido torturada o incluso ejecutada, si su cuerpo ha recibido sepultura o se ha perdido en la profundidad de un océano. Si un día volverá o si es necesario resignarse a hacer el duelo. Estas son las incertidumbres que han irrumpido en la vida de cientos de miles de personas, convirtiendo el paso de las horas, días y años en un tormento.

Su sufrimiento no termina con la angustia de la desaparición del hijo, la hermana, el padre o compañero. La falta de apoyo y diligencia por parte de las autoridades que deberían investigar los hechos, el silencio que se hace en torno al caso y la indiferencia de la opinión pública no hacen otra cosa que revictimizar a familias enteras, que ven completamente frustrada cualquier expectativa de verdad, justicia o reparación.

Ante la inacción del Estado, muchas de estas familias – especialmente las mujeres – se movilizan para buscar a las personas desaparecidas. Primero solas, después en pequeños colectivos locales que se van haciendo mayores y se articulan con otfros movimientos regionales e internacionales. Algunas lo hacen recopilando información y presentando denuncias judiciales, otras a través de campañas de concienciación, otras haciendo lobby en las instancias políticas, otras geolocalizando fosas comunes y desenterrando cuerpos, otras especializándose en medicina forense y convirtiéndose en verdaderas expertas en reconocimiento de ADN o trazabilidad de pruebas.

Por si fuera poco, en muchos lugares del mundo este trabajo ingrato y doloroso que hacen las familias buscando a sus desaparecidos molesta. Hay capítulos de la propia historia que se quiere olvidar, cuestiones que ya no quieren removerse, personas poderosas a las que no se puede tocar. Tanto es así que muchas personas buscadoras han sido a su vez asediadas, perseguidas, criminalizadas, atacadas e incluso asesinadas.

Pese a la gravedad de esta violación de los derechos humanos y su presencia en todos los continentes del mundo (el Grupo de Trabajo de la ONU sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias ha documentado casos en 112 países en los últimos cuarenta años y 97 países todavía tienen casos abiertos), la cuestión de las desapariciones forzadas no parece ser considerada un tema prioritario en la agenda internacional.

La Convención adoptada en 2006 para prevenir y perseguir ese delito y garantizar los derechos de las víctimas es uno de los tratados internacionales de derechos humanos con menos ratificaciones. Los colectivos de familiares de personas desaparecidas trabajan con muy pocos recursos y no son suficientemente tenidos en consideración, ni en el ámbito local ni en foros globales.

Desde el ICIP trabajamos desde la intuición y el convencimiento de que la labor de las personas buscadoras, en particular de las mujeres, es un elemento central para la construcción de paz. Si bien en este caminar nos encontramos con que no todas las buscadoras se identifican como constructoras de paz, sí que existe un autorreconocimiento que el trabajo incansable que realizan tiene una contribución directa a la paz, la justicia y la verdad.

Este mes de noviembre el ICIP ha organizado en Barcelona un encuentro de mujeres buscadoras de diferentes países y contextos históricos o sociales: Argelia, Argentina, Bosnia y Herzegovina, Colombia, El Salvador, Filipinas, Honduras, Líbano, México, el Sáhara Occidental o Siria, entre otros. También del País Vasco y de Cataluña. Todas ellas buscan, o han buscado durante años, a uno o más familiares víctimas de desaparición forzada, ya sea durante un conflicto armado, una dictadura, un proceso migratorio, una supuesta lucha contra el terrorismo y la criminalidad, o un estado de excepción. También en regímenes reconocidos como democráticos. Algunas de las participantes en el encuentro fueron sometidas a detención arbitraria, desaparición forzada y/o tortura en el pasado.

El encuentro sirvió para ampliar la mirada, conocer otras realidades, tejer alianzas de empatía y solidaridad, compartir conocimientos y estrategias exitosas y reforzarse mutuamente para seguir con más empuje una carrera siempre llena de obstáculos. Y también para cuidarse, adquirir y compartir herramientas para el autocuidado y para el acompañamiento psicosocial y emocional de otros familiares y víctimas. Y sobre todo para hacer valer el trabajo excepcional que realizan estas mujeres extraordinarias, no sólo buscando la reparación del daño sufrido por su familia, sino también contribuyendo, en la inmensa mayoría de los casos, a acabar con la impunidad, mejorar las instituciones, aprobar nuevas legislaciones, reclamar una memoria colectiva y sacudir conciencias para que lo que ellas han sufrido no lo vuelva a sufrir nunca más nadie.

¿Y qué es la construcción de paz sino precisamente esto? Crear condiciones, impulsar transformaciones para prevenir violencias y poner en valor la vida y dignidad de todos los seres humanos. Y hacerlo desde la resistencia civil, la noviolencia. Desde una necesidad de verdad para aliviar la angustia del no saber. Desde un afán de justicia que no es venganza ni odio sino restauración. Desde una demanda de reparación que pueda reconfigurar lazos y confianzas rotas. Desde unas garantías de no repetición que hagan de este mundo un lugar más pacífico, seguro y justo para todos y todas.

Silvia Plana y Sabina Puig, técnicas del ICIP

Compartir