La actual política exterior se despliega poniendo su foco en la fuerza militar y el dominio territorial. En nombre de la seguridad internacional, el gasto militar mundial ha crecido hasta los 1.981 billones de dólares, un 9,3% más de lo invertido en 2011, según los datos del Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI). Una lista que, según el Centro Delàs, la encabeza Estados Unidos, China, Rusia y Reino Unido; es decir, 4 de los 5 miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. A pesar de esteincremento, en la actualidad los niveles de conflicto han aumentado y unos 1.200 millones de personas viven en zonas afectadas. Existen 34 conflictos armados activos y cerca de un centenar de escenarios considerados de tensión.

El militarismo por sí solo nunca se ha traducido en una gestión positiva de los conflictos: al contrario, a medio y largo plazo los ha enquistado, desplazado o empeorado. Por tanto: estos días de ofensiva en Ucrania, ¿de qué seguridad hablamos? ¿De quién y para quién?

Los estudios feministas de la seguridad llevan tiempo reclamando un replanteamiento alternativo e interseccional de la seguridad internacional desde el punto de vista de las personas más afectadas por la violencia. La Política Exterior Feminista (FFP) trabaja por un marco político multidimensional cuyo objetivo es canalizar la agencia de aquellos grupos que están sufriendo por las fuerzas destructivas del imperialismo y el militarismo, así como de otras estructuras de opresión cómo son el patriarcado, la colonización, el capitalismo y el racismo. De hecho, la centralidad e importancia de atender a la dimensión personal cuando hablamos de la guerra nos da pistas sobre la posibilidad de un nuevo paradigma de seguridad: el objeto no puede ser el Estado, que se protege de enemigos externos o internos, sino las personas y sus necesidades. Y mientras no lo logremos, los países occidentales deberíamos trabajar urgentemente hacia la desescalada del conflicto a través de la desmilitarización y los medios diplomáticos.

Ésta sí sería la innovación estratégica que necesitamos, y no la armamentista. Un modelo de seguridad aireado que no se alimenta de dinámicas de acción-reacción y que no se arraiga en la disuasión mediante la violencia y el envío de armas, sino en la negociación dialógica que atiende a la raíz y las causas del conflicto. Un modelo de seguridad que hable de política económica y social, y que no esté edificado por señores vestidos de guerra. La seguridad nunca podrá ser provista desde el privilegio absolutista que, en nombre del progreso, reitera patrones fallidos. La seguridad que defiende el pacifismo no tiene nada que ver con la proliferación de políticas de ataque y de auto-defensa ofensivas, que no dejan de ser políticas de muerte. Ésta no es ni será nunca nuestra seguridad.

Todos deseamos el orden en medio de la amenaza del caos, pero la seguridad no puede reducirse a la dicotomía entre guerra y paz. Atendiendo a la complejidad de los conflictos, su marco de análisis y de acción debe ser mucho más amplio y no debe asentarse en la instrumentalización del miedo.

Por todo ello, gritar un “no a la guerra” nunca es naíf ni abstracto: es un clamor histórico repleto de verdades y aprendizajes forzados. La guerra es la última herramienta de la política y, como tal, nunca podrá convertirse en un éxito porque ya nace como fracaso.

El “no a la guerra” señala que nunca un conflicto llega de forma repentina, porque ninguno de los actuales se explica sin la escalada en inversión y gasto militar de los últimos años y sin la amenaza nuclear latente. Hay que tener en cuenta que la lista de proveedores de grandes armas la encabeza EE.UU. con un 37% del total global, seguido de Rusia con un 20%. No muy lejos, y en séptima posición, está España con un 3,2% del volumen mundial. Asimismo, los cinco países del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, así como Pakistán, India, Israel y Corea del Norte, poseen un total de 13.080 armas nucleares. Cerca de la mitad de éstas son de EE.UU., y la otra mitad son de Rusia.

La guerra es la falta de futuro. El pacifismo es testigo de ello: la violencia siempre engendra más violencia y este refuerzo mutuo es la columna vertebral de toda carrera armamentista. Es una espiral destructiva, donde –a corto, medio y largo plazo– pierden todos los bandos porque no se atiende al condicionante elemental: la vida.

El “no en la guerra” interpela a las estructuras de poder, no a la población civil que sufre sus consecuencias y se defiende con todo aquello que tiene a su alcance. El lema de “sus guerras, nuestras muertes” habla de la siempre instrumentalización de las personas en cualquier conflicto bélico que, a menudo, se ven abocadas sin compartir las razones. Ninguna guerra ha sido nunca declarada por su población. Si bien una parte puede defenderla, la guerra siempre estalla y se erige por intereses económicos y geopolíticos que se trasladan al escenario del conflicto y que nada tienen que ver con la responsabilidad de la sostenibilidad de la vida y la provisión de una seguridad cotidiana.

El “no en la guerra” significa que hay que buscar (y encontrar) otros mecanismos de solidaridad y seguridad compartida que no sea armar a la población civil para luchar contra potencias militares de primer nivel. Cuando los conflictos ya estallan con la peor de sus expresiones –esto es, la violencia indiscriminada–, es necesario buscar otras opciones disuasivas que se desmarquen de la lógica belicista que refuerza, a su vez, la irracionalidad. Hay que hacerle frente de forma contundente, pero creativa, porque el desboque político es innatamente destructivo y se aleja siempre del bienestar humano.

El “no en la guerra” también confía en la agencia humana, en las capacidades individuales y colectivas para la transformación social. Nos sirve para encauzar la impotencia y frustración que genera ser testigos de la crudeza de la violencia. La seguridad se construye también desde las resistencias y desde las calles, y cuando el malestar se politiza nos acerca más al cambio. Por todo ello, el pacifismo no defiende ninguna sumisión, porque la paz es subversiva per se Habla de derechos humanos y de justicia global: la paz no es neutral, tampoco equidistante. Toma partido activo y exige responsabilidades, de proteger y proveer soluciones basadas en el bienestar común. Las exige a líderes,  gobiernos nacionales, y organizaciones internacionales. Pero es un camino y, como tal, requiere también de reflexiones complejas y pausadas, y de una mirada a largo plazo. Si bien no habla de ir despacio, sí obliga ir paso a paso.

Sandra Martínez, responsable del área «Alternativas de seguridad» del ICIP.

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