Una campaña electoral como la que tenemos encima es un periodo propicio para la acentuación de la polarización política: los posicionamientos políticos tienden a extremarse, las diferencias se hacen más evidentes que las semejanzas y se crean bloques opuestos sobre los temas de debate. Un cierto grado de polarización política, y social, no deja de ser un fenómeno sano, natural y propio de los sistemas democráticos, sobre todo en periodos electorales. Entra dentro del juego democrático de exposición de ideas políticas y de defensa de un argumentario – en el caso de las elecciones- para animar y atraer a los potenciales votantes.

Pero en los últimos tiempos estamos viviendo la proliferación de otro tipo de polarización: un fenómeno que supera la defensa de las propias ideas y que busca deslegitimar las opiniones contrarias, a veces a partir de mentiras y, en casos extremos, articulando discursos de odio. Una polarización que, pasado el periodo electoral, impide el diálogo y el acuerdo y bloquea la actividad parlamentaria. Es lo que denominamos la polarización tóxica.

Los dos fenómenos – la polarización política y la polarización tóxica- tienen relación, pero conviene no confundirlos ya que no siempre las personas con posicionamientos más extremados toleran menos los posicionamientos diferentes al propio. Según datos de la Encuesta ICIP 2020 sobre polarización y convivencia en Cataluña, las personas que en los debates se sitúan en los extremos no tienen opiniones más negativas hacia el resto que las personas que tienen opiniones moderadas.

La polarización tóxica es un problema democrático, como alerta este audiovisual animado producido por el ICIP. En palabras del politólogo Mariano Torcal, la polarización tóxica transforma a los votantes en hooligans: la confrontación política se convierte en un espacio de batalla, donde la diferenciación se lleva al nivel de “conmigo o contra mí” y, donde la contraposición de argumentos es sustituida por la apelación a los sentimientos en base a prejuicios. En lugar de detallar las propuestas políticas a menudo, con el fin de alentar a los votantes propios, se insufla miedo a la victoria rival, o se habla del orgullo de pertenecer a una determinada fuerza política.

Otro síntoma que nos permite detectar la existencia de polarización tóxica es el uso de lenguaje bélico: palabras como “traidores” o “enemigos” ocupan el ámbito político y mediático, y contribuyen a generar crispación y división. Recientemente desde la tribuna parlamentaria se le decía a una diputada “Cállese. Que hoy ya le han dado bastante, no me haga que le dé yo también” a la que esta respondió “A mí ningún nazi me manda callar”. Pocos ejemplos más evidentes del menosprecio mutuo y la exageración para hacer de la disputa política un espacio chabacano y de poco nivel.  

La dinámicas de polarización tóxica pueden generar beneficios electorales a corto plazo, pero a la larga generan desafección política y abstención, pues la ciudadanía percibe que los partidos, y las instituciones, no se preocupan realmente de sus problemas cotidianos. La polarización tóxica también repercute sobre la convivencia: cuando los referentes políticos hacen atribuciones morales positivas a los seguidores propios (“personas de bien”) o negativas de los otros (“malas personas”) la confrontación política emerge como un terreno del bien contra el mal y la división política enturbia las relaciones sociales.   

Si entendemos las elecciones municipales como una balanza relevante para la cohesión social, dado que permiten escoger a las personas que gestionarán el bien común durante los próximos cuatro años, haría falta que los partidos estuvieran a la altura y plantearan los comicios, y la campaña, desde el respeto, la tolerancia y la aceptación del otro. Es responsabilidad de los partidos, y también de todos los conciudadanos, tratarnos con cuidado: manteniendo la curiosidad por los planteamientos y los por qué de los otros, el respeto por las personas, independientemente de la discordancia más absoluta que podamos tener con sus ideas, y siendo capaces de hacer autocrítica, porque nadie está en posesión de la verdad absoluta. Sólo así haremos de las elecciones un espacio de debate y disputa necesario para el funcionamiento democrático, partiendo de la premisa que la existencia de conflictos no es un problema, independientemente que tengamos posicionamientos moderados o extremados respecto de ellos. Los conflictos y la discrepancia forman parte de la naturaleza humana. Lo que tenemos que aprender es a transformarlos y gestionarlos positivamente.

Pablo Aguiar, responsable del área «Diálogo social y político» de l’ICIP

Article publicado en el diario Crític el 18 de mayo de 2023.

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